lunes, 9 de abril de 2012

Declaración de intenciones.

Como todo el mundo sabe Utopía es el nombre que dio Tomás Moro a su isla fantástica y perfecta. Y utopía es el nombre que damos a una idea bella, pero inalcanzable; legítima, quizás, deseable en todo caso, pero irrealizable porque no encaja con las reglas de este mundo. La utopía pertenece al más allá, al mundo de las ideas, o, más bien, a un mundo idealizado.

Lo malo es que no somos nada sin ideas. No somos nada sin aspiraciones. No somos nada sin sueños. Un gusano no sueña. A buen seguro que una gallina no tiene pesadillas. Quizás los monos sueñen. Pero no lo sabemos porque no son capaces de decirnos con qué sueñan, si les gusta o no la vida que llevan. Por eso, los que yo conozco, viven entre rejas. Pero el ser humano sueña, y habla, y grita, y a veces es capaz de arriesgar su vida y dejarse matar por esas ideas. El propio Tomás Moro perdió la cabeza por defender las suyas. Antes o después, los hombres mueren. Moriremos. Las ideas no. Algunas ideas pueden ser tan antiguas como el ser humano mismo. Cobran vida cuando se expresan, arraigan y se adhieren a la conciencia como la carne a los huesos y pasan de generación en generación sobreviviendo a cualquier adversidad, porque con cada golpe que se da a la carne más fuerte se hace la idea.

Hemos llegado al siglo XXI, llevamos algo más de una década y ya tenemos los huesos doloridos y la carne magullada por los golpes que nos han dado y los que habrán de venir. Siendo esto malo, no es peor que el ataque que están sufriendo las ideas, ahogadas en el miedo y en el fatalismo, que parece que no haya ya nadie que, no sólo tenga la valentía de defenderlas, sino siquiera la osadía de expresarlas.

Sé que no soy ni espero ser el único paladín que coja la espada para defender la hoy denostada dignidad del ser humano, pero yo quiero que en esta peculiar contienda me acompañen los que ya murieron por ella. Políticos y filósofos que en épocas no demasiado lejanas no consideraban una utopía hacer que el mundo girase alrededor del Hombre, y que pensaban que podía construirse una sociedad ajustada a sus necesidades, y un Estado al servicio de sus ciudadanos. Sólo espero que el enfado y la indignación por las injusticias que en estos días se descargan contra los más indefensos supere a la falta de constancia que normalmente me acompaña, y pueda afrontar la empresa con cierta regularidad.

Este año de 2012 se ha hablado mucho de la Constitución de Cádiz, la primera constitución de nuestra historia. Daba vergüenza e indignación escuchar a nuestros políticos y gobernantes manipularla para silenciarla o para decir aquello que nunca dijo. Por eso no estará de más que inauguremos este blog reproduciendo aquí el artículo 13. Dice así: El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen. Nada más, y nada menos. ¡Qué fácil!, ¡qué simple! ¿Acaso es mentira?, ¿Acaso es utopía? No lo creo. No debemos creerlo. No debemos caer en ese fatalismo vital que nos imponen los que mal nos gobiernan asustándonos con quitarnos lo que nos queda. Nos han arrebatado la condición de ciudadanos, nos han convertido en meros clientes, desamparados y desprotegidos ante un voraz sistema capitalista que con su consentimiento exige nuestro sacrificio, y si no accedemos a ello nos amenazan con la vuelta a la esclavitud. ¿Para eso elegimos los “ciudadanos” a un gobierno que nos represente?, ¿para eso sirve el Estado?, ¿al servicio de quién o de qué está? Está claro que la soberanía nacional ha sido violada, que el pacto social se ha roto, y es necesario volver a recordar las nociones y conceptos básicos sobre los que se levantó la democracia para volver a exigirlos. Hizo falta una revolución para conquistarla, quizá haga falta otra para que no nos la quiten. 

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