lunes, 20 de agosto de 2012

Muros de tela


Sí, estamos en crisis. Y la crisis se ha llevado por delante nuestro dinero y nuestros derechos. Y quizá algo más. Tendremos que valorar qué más se ha llevado, en qué proporción, y cuánto estamos dispuestos a pelear para detener esa sangría, de la misma manera que lo estamos para detener el robo de nuestros ahorros y de nuestros derechos. Porque las crisis como esta son capaces de sacar de nosotros lo mejor y lo peor, y en estos últimos meses se ha resucitado una polémica que parecía resuelta y olvidada. La INMIGRACIÓN, así, con mayúsculas, asunto polémico donde los haya por la utilización partidaria e interesada del fenómeno, usado con frecuencia para despertar fantasmas de todo tipo (económicos, culturales, identitarios, etc.), al mismo tiempo que se señala a un potencial adversario con el que supuestamente hemos de luchar para salvaguardar nuestro propio bienestar. Sin embargo para tener una opinión ecuánime y justa sobre este asunto hay que imaginarse un escenario económico favorable, olvidar la crisis actual y retroceder unos cuantos años, exactamente hasta el año 2000. El futuro era, en aquellos años, tan incierto como ahora, pero se sabía que los problemas a los que el mundo se enfrentaba no tenían nada que ver con guerras, ni con armas de destrucción masiva ni nada relacionado con la política. Tampoco la economía parecía en aquellos años que fuera a traer los problemas que ahora padecemos. En el año 2000 los problemas del futuro eran demográficos. El mundo que conocíamos se iría al garete por los grandes desequilibrios demográficos inherentes a los distintos grados de desarrollo económico del planeta. En realidad, como veremos, esa bomba de relojería sigue activa, pero con un tic-tac tan lento que no le interesa a los políticos abordarlo con decisión. Lo que sigue, son las cifras del horror, de ese tic-tac lento, pero seguro hacia el desastre.

En marzo de 2000, Joseph Chamie, director de la División de Población de la ONU, presentó un informe titulado Migraciones de sustitución: una solución para países con población en declive. Basándose en los datos demográficos de esos años, el informe hacía una extrapolación de los mismos para el 2050, y concluía que el Viejo Continente sería para entonces mucho más viejo. A mitad de camino, en 2025, Europa perdería 35 millones de habitantes, y España, al final del periodo, en 2050, habría perdido más de 9 millones. Todo ello como consecuencia del aumento de la esperanza de vida y del descenso del índice de fertilidad. España sería el país más viejo del mundo, sustituyendo a Japón, con una media de edad de 54,3 años, 16 más que la media mundial. El número de hijos por mujer fértil en el año 2000 en España era el más bajo del mundo, sólo un 1,07, cuando la tasa de renovación generacional está en 2,1. Con estas perspectivas, el modelo económico y social de Europa en general y de España en particular resultaba insostenible. Así, si la proporción activo/inactivo (jubilado) en el año 2000 era de 4 a 1, en el 2050 sería de 2 a 1, y en España aún más baja, de 1,4 activos por 1 inactivo.

Joseph Grinblat, jefe de estudios de Mortandad e Inmigración de la División de Población, y uno de los redactores del informe, aseguraba que los gobiernos debían tomarse en serio estos datos y adoptar medidas impopulares si querían conservar la fuerza de trabajo, como retrasar la edad de jubilación, disminuir las pensiones y aumentar las cotizaciones sociales. Claro que, cabía otra posibilidad, importar mano de obra de otros países. Para España el informe recomendaba 12 millones de inmigrantes, unos 240 mil al año. Pero, “asimilar tal cantidad de inmigrantes es políticamente arriesgado y socialmente inaceptable”, según Grinblat, por eso, cuestiones como el racismo o la identidad nacional debían abordarse con estas nuevas perspectivas. Interesante. La inmigración se presentaba entonces como la solución a nuestro problema, y el racismo como el verdadero problema, surgido como reacción y oposición a la llegada de extranjeros.

Han pasado doce años desde la publicación de aquel informe. ¿Ha cambiado algo? Básicamente, no. A pesar de los márgenes de error que toda previsión comporta, el informe de la ONU tampoco había tenido en cuenta los efectos de los flujos migratorios, sujetos a variables coyunturales difíciles de concretar en magnitudes estables y constantes. Y esto es precisamente lo que ha pretendido hacer el Instituto Nacional de Estadística (INE) en la Proyección de la Población de España a Largo Plazo, 2009-2049, publicado en enero de 2010. Es interesante señalar que la simulación habla de “población residente” en España, no de población “española” y que se ha elaborado en base a un flujo inmigratorio anual constante de 400.000 personas desde 2019. Mucho tienen que cambiar las cosas para que la sociedad española acepte a casi medio millón de inmigrantes al año, aún así, los resultados son tan alarmantes como el informe de la ONU del 2000. El grupo de edad de los 64 años se duplica y pasa a representar el 32% del total. La esperanza de vida aumenta en 6,5 años para los hombres y 5,8 para las mujeres, quedando en 84,3 y 89,9 respectivamente. La tasa de dependencia (menor de 16 y mayores de 64) subiría del 47,8 actual al 89,6%, de manera que por cada 10 personas que “residen” en España en edad de trabajar habría 9 personas inactivas. El crecimiento natural de la población se haría negativo desde 2020, de manera que hasta el final de la previsión la población sólo habría aumentado en 2,1 millones. Todo esto a pesar de que el informe prevé un incremento progresivo de la tasa de fecundidad, hasta 1,71, gracias a la inmigración, puesto que aporta mujeres en edad reproductiva que tienen los hijos a una edad más temprana que las españolas.

Para el conjunto de Europa las tendencias también se mantienen. En la actualidad la tasa de fecundidad de los 27 países se mantiene por debajo de la tasa de renovación generacional, y 14 la tienen por debajo de 1,5 hijos por mujer. Uno de cada cinco nacimientos de la Unión es de madre extranjera. Y el número de personas mayores de 60 años crece a un ritmo de 2 millones al año. La tasa de dependencia aumenta progresivamente, siendo en la actualidad del 26%. Así, en 2008, por cada ciudadano europeo mayor de 65 años había 4 en edad de trabajar, pero según las previsiones de la Comisión Europea, en 2060 la proporción será de 2 trabajadores por 1 jubilado. Márgenes de error aparte, estas son las cifras del tic-tac de nuestra bomba demográfica.

Ahora hay que echar un vistazo a eso que hemos llamado “fenómeno” de la inmigración. Los movimientos migratorios han existido siempre, y seguirán existiendo siempre que haya desequilibrios y desigualdades entre unas regiones y otras. Cuando se toma conciencia de esta desigualdad, y siempre que haya esperanza de encontrar mejores condiciones de vida, las personas viajarán en su busca, esperando también retrasar su propio tic-tac, pues la suerte o la mala suerte de nacer en unas zonas y no en otras puede suponer una esperanza de vida de hasta 20 y 30 años menos. Los países desarrollados no pueden detener la inmigración, no pueden evitarla ni resolverla. Sería tanto como decir que van a acabar con el hambre y la miseria en el mundo, o que se acabarán las guerras. No, los países desarrollados sólo pueden intentar encauzar la inmigración, controlarla y aprovecharla. Y eso pretenden, con poco éxito, las leyes de extranjería de Europa y de España. Estas leyes intentan resolver al menos tres problemas. Qué barreras, físicas y administrativas, imponer en sus fronteras para controlar y cuantificar la llegada de inmigrantes, qué derechos conceder a los extranjeros mientras se les sigue considerando como tales, y de qué manera promover la integración de los inmigrantes y la convivencia con los nativos evitando el rechazo y la xenofobia, porque, no debemos olvidarlo, este es el verdadero problema, el que de verdad habría que resolver. Hay que decir también que la imposibilidad real para hallar una solución al primer problema complica enormemente el segundo. Porque es la propia ley quien decide a quien admite y a quien no, es decir, a quien da papeles y a quien no se los da, aunque el inmigrante esté ya residiendo dentro de sus fronteras. La fábrica que produce “inmigrantes regularizados” es la misma que produce “inmigrantes irregulares”.

En España está en vigor la Ley de Extranjería aprobada en el año 2000 y modificada en el 2003 y en el 2009. La ley, para controlar el flujo de inmigrantes, estableció el sistema de cupos o contingentes, que fijaría el gobierno cada año después de oír las demandas de empleo de los empresarios, hasta una máximo de 30 mil al año, entre contratos para empleos temporales y empleos estables. La cantidad está muy por debajo de las recomendaciones de la ONU, y mucho más lejos aún de las proyecciones de INE para compensar el envejecimiento y la pérdida de población en España. El sistema de contingentes no sólo se mostró incapaz de controlar la llegada de inmigrantes sino que agravaba enormemente el problema de la “irregularidad”, primero, porque no se ajustaba a las demandas reales de la economía española de esos años de burbuja y fiebre constructora, y, segundo, porque los empresarios no utilizaban el sistema de los contingentes que les obligaba a contratar en los países de origen, y siempre para aquellas actividades para las que no existiera demanda en el mercado laboral español, es decir, que hubiera españoles en paro para las ocupaciones demandadas por los empresarios. Pero la realidad, como siempre, ha hecho añicos las formalidades de la ley. Si vamos al inicio del periodo, en el año 2000 España tenía un 9,56% de paro, pero ese mismo año quedaron vacantes 100 mil puestos de trabajo en los sectores en los que había más de 200 mil personas en paro (construcción, servicios y agricultura). Es evidente que los españoles rechazaban esos puestos de trabajo porque tenían, teníamos, quizá hay que seguir hablando en pasado, expectativas de empleo más altas que los inmigrantes. Pero es que la tendencia ha continuado desde entonces. Entre 2002 y 2008 sólo se formalizaron por la vía del contingente 96.604 contratos de trabajo estable a extranjeros. Y ha servido para cubrir lo que se llama “nichos laborales”, sectores de actividad que, pese a la tasa de desempleo existente, no son cubiertos en su totalidad por trabajadores españoles: construcción, hostelería, servicios domésticos y trabajos de temporada. Es evidente que la diferencia hasta cubrir la demanda real se ha realizado con contratos “irregulares” a inmigrantes “irregulares” que ya estaban en suelo español. Esta evidencia ha obligado a los distintos gobiernos, desde 1986 hasta 2005, a promover campañas de regularización basadas en el arraigo y la residencia, aflorando así gran parte de esa inmigración que las autoridades se negaban a reconocer. De manera que hoy, en 2012, hay 5.711.040 extranjeros según los registros del padrón, de los cuales, 3.270.198, el 57,3% del total, son extracomunitarios.

En cuanto a la concesión de derechos a los inmigrantes, las leyes han sido bastantes restrictivas, reacias a concederlos, y han hecho falta al menos tres sentencias del Tribunal Constitucional (en 1984, 1987 y 2007) para adaptarlas a la Constitución Española, a las directrices de la Unión Europea, y sobre todo a los convenios internacionales sobre Derechos Humanos. Aquí el problema es delimitar aquellos derechos que son esenciales para el mantenimiento de la dignidad humana de aquellos que no lo son. Así el TC hizo una partición tripartita de los derechos constitucionales distinguiendo los derechos de cualquier persona con independencia de su situación administrativa, de aquellos que requieren la plena regularización, y de aquéllos que sólo pueden disfrutar los españoles o nacionalizados. Las modificaciones se han introducido en la ley actualmente en vigor, aprobada en diciembre de 2009 y modificada a su vez por el decreto de abril de 2011. La sola enumeración de los derechos reconocidos a las personas sólo por serlo debería bastar para espantar muchos fantasmas, y disipar dudas y recelos. Porque no corresponde a ningún gobierno en particular decidir qué es o no es persona. Porque la condición de “ser humano” no depende de que tenga o deje de tener un papel. Y no corresponde a los Estados otorgar derechos, pues es un acto tan arrogante como quitarlos. A los gobiernos sólo les corresponde reconocerlos y protegerlos, y mucho más en aquellos Estados que viven en democracia y se muestran orgullosos de su Estado de Derecho. Así, según la ley actual, los derechos esenciales para salvaguardar la dignidad de las personas son la vida, la integridad física y moral, la intimidad personal y familiar, la libertad de conciencia, culto y religión, la asistencia sanitaria básica para todas las personas y plena para los inscritos en el padrón, la educación en todos los niveles (hasta los 16, un deber, desde los 16, un derecho), la libertad de circulación, de reunión, manifestación, huelga y asociación.

Así ha sido hasta ahora. Desde el 1 de septiembre entrará en vigor la reforma de la sanidad aprobada en abril de este año en el que se anula el artículo 12 de la Ley de Extranjería referido a la asistencia sanitaria a los extranjeros, dejando fuera del sistema a los inmigrantes irregulares. Su número varía según las fuentes. El País lo estima en 150 mil personas cruzando los datos del padrón y los de la Seguridad Social; El Mundo, los cruza con el balance oficial de permisos de residencia y da una cifra muy superior, de más de medio millón de personas. Pero, ante las protestas, el gobierno ha rectificado y ahora dice que recibirán asistencia sanitaria si pagan por ella: 710 euros al año los menores de 65 años, y 1.864 euros a partir de esa edad. Es incongruente e inmoral. Resulta que para el gobierno los inmigrantes irregulares no existen como personas, no tanto como para reconocerles sus derechos, pero sí para vendérselos. Me faltan los calificativos.

En cualquier caso, aprovechando el contexto de la crisis, como ya ha ocurrido en otras materias, el nuevo reglamento supone una vuelta atrás en materia de derechos y libertades, y vuelve a destapar la caja de Pandora de la inmigración que tan “buenos resultados” ha dado siempre desde posiciones políticas conservadoras. Lo que está pasando es, como suele decirse, de libro, y sorprende que una buena parte de la sociedad española haya caído en la trampa. Nos quieren convencer de que no hay dinero, de que los servicios públicos son insostenibles, por lo que tienen que quitárnoslos poco a poco y hacernos pagar por lo que ya pagamos con los impuestos, y ahora, para distraer nuestra atención y orientar nuestra posible rabia y frustración nos señalan un objetivo, el inmigrante, antes, en los años de bonanza un colaborador, y ahora, en los años de crisis, un potencial competidor. El gobierno ha lanzado al pueblo un solo hueso para alimentar el enfrentamiento mientras oculta la carne. Y el pueblo se ha lanzado a defenderlo rugiendo y mordiendo. Porque también a los españoles la reforma de la sanidad nos ha arrebatado la condición de ciudadanos y nos la han cambiado por la de asegurados y clientes. Pobres contra pobres. Unos pobres acusando a otros de su propia desgracia, porque la crisis nos ha afectado a todos por igual. Y así el inmigrante, que siempre ha trabajado en aquello que el español desechaba, ahora sobra,  y “no sabemos qué hacer con él”. Quizá por eso el nuevo reglamento de extranjería aprobado por el gobierno apuesta por “fomentar y garantizar la movilidad y el retorno voluntario de los inmigrantes”. Pero hay quien no quiere esperar al retorno voluntario y defiende la expulsión directa para los inmigrantes en paro. Este indicador de xenofobia ha crecido hasta situarse en el 43% en 2010 frente al 30% de 2009, según datos del Ministerio de Trabajo e Inmigración

Parece que la crisis sí se nos está llevando algo más que dinero y derechos. Se está llevando los propios, y la capacidad de reconocer los ajenos. Además debe haberse llevado la capacidad de razonar y de mirar la realidad con sentido crítico. Pero incluso aunque así fuera, ¿qué pasa con nuestra memoria, no sólo de lo pasado, sino del futuro, porque España vuelve a ser un país de emigrantes? ¿Qué ha pasado con los sentimientos de compasión y solidaridad? Lo normal, cuando se ha sufrido o se teme sufrir, es compadecerse de los que sufren. “Porque no ignoro las desgracias, sé socorrer a los miserables”, escribía Virgilio en la Eneida. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. El Hombre es el mismo en todas partes, y, como afirmaba Rousseau, el pueblo es el que compone el género humano, y lo que no es pueblo es tan poca cosa que apenas merece la pena tenerlo en cuenta. Por eso hay que defender siempre los Derechos Humanos, incluso en épocas de crisis con más fuerza que en las épocas de bonanza. Porque la declaración de derechos es por reciprocidad una declaración de deberes, “pues cualquiera que sea mi derecho como hombre es también el derecho de otro, y yo paso a tener el deber de garantizar además del de poseer” (Thomas Paine). Por eso estoy firmemente convencido de que defendiendo la dignidad de los inmigrantes estoy defendiendo al mismo tiempo la mía.

jueves, 2 de agosto de 2012

Atraco a ley armada


Supongamos que un atracador nos sale al paso y nos encañona con su pistola. “La bolsa o la vida”. El atracador está un poco nervioso, sólo le vemos los ojos porque lleva un pañuelo puesto, a la antigua usanza, pero se le ve que quiere acabar pronto. Como somos unos imprudentes, en vez de obedecer, nos ponemos a pensar. “¿Por qué tengo que obedecerle? Porque lleva una pistola, y la pistola es poder, vale; pero ¿tiene derecho a robarme?, ¿estoy yo en la obligación de darle mi dinero? Claramente no, pues, “si hay que obedecer por fuerza, no hay que obedecer por deber”, de modo que en cuanto desaparezca la fuerza, desaparece la obligación de obedecer. De esa manera tan  ilustrativa pretendía Rousseau explicar a sus lectores que la fuerza no implica derecho, y que sólo se está obligado a obedecer a los poderes legítimos, esto es, delegados y consentidos. Así, por más que nos amenacen con una pistola, no estamos obligados a obedecer, pero, si un policía nacional uniformado nos pide amablemente el carnet de identidad sí lo estamos, porque reconocemos en él a la fuerza pública, legítima, porque forma parte del gobierno que ha sido elegido por todos los ciudadanos.

Bien, ahora, sigamos imaginando, quitémosle el pañuelo al ladrón, vistámosle con un traje elegante, y, por último, le quitamos también la pistola pero en su lugar ponemos una ley. Sigue siendo un ladrón, sigue siendo un atraco, pero el problema es que ahora la fuerza está camuflada por el poder coactivo de una ley que, en principio, nos obliga a vaciarnos los bolsillos. No es difícil imaginar a estas alturas por dónde va la argumentación, pero es necesario probar que esto es justo lo que está pasando desde septiembre de 2011. El gobierno, el anterior, este, los que vengan, han dejado de ser legítimos porque han usurpado la Soberanía Nacional, han traicionando el Pacto Social con la reforma del artículo 135 de la Constitución y, armados con la ley de Estabilidad Presupuestaria aprobada en abril de 2012, están perpetrando el mayor y más impune atraco al pueblo español de toda nuestra democracia. Aunque sus efectos los estamos viendo ahora. Cataluña no puede afrontar el pago de más de 400 millones de euros a escuelas, hospitales y centros asistenciales concertados porque el dinero disponible ha ido a pagar la deuda de los bancos, que es prioritaria; y Andalucía advierte que de seguir reduciendo el gasto público como se le exige por ley tendrá que cerrar 19 hospitales, o 2.000 colegios, o despedir a 60 mil empleados públicos. Pero, vayamos por partes.

Una Constitución no es otra cosa que la formulación explícita del Pacto Social. Porque ningún gobierno existe antes de ese pacto. Como afirma Thomas Paine, “la Constitución de un país no es el acto de su gobierno, sino del pueblo que constituye un gobierno”. Los gobiernos surgen siempre a partir del pueblo, al menos en democracia, en las dictaduras el gobierno se impone sobre el pueblo. Por eso tenemos que distinguir siempre entre poder constituyente y poder constituido. El pueblo encomienda la elaboración de una Constitución a una asamblea constituyente. Una vez formalizada, el pueblo la ratifica, o no, en referéndum, porque sólo bajo las condiciones por él aprobadas consiente en delegar su soberanía a un gobierno. La Constitución es así la expresión de la voluntad del pueblo. A continuación, la asamblea constituyente se disuelve para elegir ya al gobierno, o al partido que ha de formarlo; este es de desde ahora el poder constituido. Este es el procedimiento por el que se aprobó la Constitución del 78 y se eligió el primer gobierno de la democracia. En principio, el poder constituido, el gobierno, no tiene derecho a modificar unilateralmente las condiciones del contrato por las que fue elegido, a no ser, que la propia Constitución establezca los criterios para su modificación, como es nuestro caso. Amparándose en el Título X de la Constitución el PSOE emprendió la reforma del artículo 135 que fue aprobada en septiembre de 2011 sólo con sus votos y con los del PP, al margen del resto de partidos y despreciando al pueblo español. El apartado 1 del artículo reformado consagra el principio de “estabilidad presupuestaria” (déficit 0 a partir de 2020) para todas las administraciones públicas, y el apartado 3 dice que “los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta”. Está claro. Se antepone el pago de la deuda a los bancos antes que invertir o mejorar los servicios públicos. El gobierno cogió lápiz y papel, y la Banca dictó el texto. No obstante, el artículo 167.3 establece la posibilidad de someter cualquier reforma de la Constitución a referéndum siempre que lo proponga una décima parte de los miembros de cualquiera de las dos cámaras. No pudo hacerse. La mayoría aplastante de PP-PSOE lo impedía. Y el artículo 168 obliga a la consulta popular siempre que se reforme total o parcialmente los artículos que afectan a los derechos fundamentales y a las libertades políticas. Aquí se encuentran, por ejemplo, el derecho a la igualdad de oportunidades (art. 23.2), y el derecho a la educación (art. 27). ¿Los recortes buscando el despiadado déficit 0 no están afectando a los derechos constitucionales de los españoles? Es cierto que no se ha modificado ni una sola letra de estos artículos. Pero también es cierto que la práctica los ha dejado en papel mojado. En cualquier caso, ¿hubiera aceptado el pueblo español introducir en la Constitución la prevalencia de los bancos sobre las personas?, ¿habría alguien tan estúpido como para encomendar a los futuros gobiernos el deber de desmantelar el Estado del Bienestar para entregar el dinero así ahorrado a los bancos? Si la respuesta, como es previsible, es no, está claro que desde esta reforma se ha usurpado la soberanía nacional, se ha roto el pacto social y se ha traicionado la voluntad popular para instaurar un gobierno sobre el pueblo y contra el pueblo.

Ya tenemos al ladrón. Ahora sólo hay que armarlo. La Ley de Estabilidad Presupuestaria aprobada en el Congreso en abril de 2012 es el instrumento por el que se institucionaliza el expolio al pueblo español. La ley desarrolla y amplia el artículo 135 de la Constitución. Bástenos, entonces, un breve repaso por los puntos más importantes. El art.3.2 especifica que “se entenderá por estabilidad presupuestaria de las Administraciones Públicas la situación de equilibrio o superávit estructural”. Es decir, el Estado entendido como negocio que sólo debe obtener beneficio, y las personas, debemos contribuir a este beneficio recortando nuestros derechos y las prestaciones que recibimos. El art.7.2 dice que “la gestión de los recursos públicos estará orientada por la eficacia, la eficiencia, la economía y la calidad, a cuyo fin se aplicarán políticas de racionalización del gasto y de mejora de la gestión del sector público”, dicho claramente, recortes, ajustes y privatizaciones para ahorrar, que es lo que importa. Y el Estado se entiende como intermediario para que los bancos hagan negocio porque, como establece el art.12.5, “los ingresos que se obtengan por encima de lo previsto [vía impuestos] se destinarán íntegramente a reducir el nivel de deuda pública”. El art.14, como ya establecía la Constitución, deja claro que “el pago de los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones Públicas gozará de prioridad absoluta frente a cualquier otro gasto"En los artículos, 11, 13, y en la Disposición Transitoria Primera, se establece como meta del déficit estructural el 0,4% del PIB nacional a conseguir en 2020, para lo cual hay que reducirlo a un ritmo aproximado del 0,8 al año, con revisiones parciales para ajustar objetivos en 2015 y 2018.

Es un auténtico atraco. Pero, además, la ley es un atentado a nuestra inteligencia, porque es de una hipocresía insultante. En el preámbulo que pretende justificar la ley se dice: “La estabilidad presupuestaria, consagrada constitucionalmente, es base para impulsar el crecimiento y la creación de empleo en la economía española, para garantizar el bienestar de los ciudadanos, crear oportunidades a los emprendedores y ofrecer una perspectiva de futuro más próspera, justa y solidaria. La salvaguardia de la estabilidad presupuestaria es un instrumento indispensable para lograr este objetivo, tanto para garantizar la financiación adecuada del sector público y los servicios públicos de calidad sobre los que descansa el sistema de bienestar, como para ofrecer seguridad a los inversores respecto a la capacidad de la economía española para crecer y atender nuestros compromisos”. Pero, si hay que seguir recortando de aquí al 2020, y luego no hay que gastar un euro más de lo que se ingresa, y si todo lo que se ingresa de más es para los bancos, y si cuando hay ingresos hay que pagar primero las deudas, ¿cuándo se va a recuperar el Estado del Bienestar?, ¿cuándo vamos a tener, de nuevo, servicios públicos de calidad? ¿Cuándo vamos a tener con esta ley un futuro más próspero, justo y solidario? Nunca, mientras exista. Porque más bien consigue lo contrario. Robarnos el futuro, y hacer una sociedad más injusta e insolidaria. Los últimos desplantes de algunas comunidades al contable Montoro en el último Consejo de Política Fiscal, y los problemas de Cataluña y las advertencias de Andalucía son sólo una muestra de esa toma de conciencia del horizonte que nos espera. Los verdaderos objetivos de la ley son crear oportunidades a los emprendedores, al sector privado reduciendo el sector público; y ofrecer seguridad a los inversores, diciéndoles que, por ley, este gobierno, cualquiera, se va a ocupar antes de sus ganancias que sus ciudadanos.

En las manifestaciones suele gritarse una consigna: “Manos arriba. Esto es un atraco”. No sé si los manifestantes saben hasta qué punto están en lo cierto. Pero, eso es lo que diría el atracador. No debemos adoptar su punto de vista, sino el verdadero, el nuestro, el de los atracados, y pensar, como en el caso planteado por Rousseau: ¿Tenemos que obedecer, tiene derecho el gobierno a perpetrar este atraco? ¿Es legítimo el gobierno que ha roto el pacto social y se ha apropiado de la voluntad del pueblo alterando a su gusto nuestra Constitución y aprobado un ley a la medida del negocio bancario? ¿Tenemos la obligación de obedecer a un gobierno que actúa en realidad de intermediario del negocio de la especulación financiera? Así, quizá, cuando tengamos clara la respuesta, sepamos qué hacer. La fuerza, dice el divino Rousseau, hizo los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.