domingo, 25 de noviembre de 2012

La trinchera alemana


La opinión pública alemana cree que la Unión Europa le está saliendo demasiado cara. Cree que una buena parte del deterioro de sus propias condiciones de vida se debe, no sólo a los costes de la Reunificación, sino a los costes de esta Unión en la que entraron a regañadientes. Se les prometió que “el euro no sería otra cosa que el marco bajo otra forma”, se les prometió unas “finanzas públicas saneadas y que los precios serían tan estables como antes” (Der Spiegel, 29/12/2001). Pero la crisis ha confirmado sus peores temores. Los países “subdesarrollados” y “licenciosos” del “Club Mediterráneo” nunca debieron entrar en la Unión Monetaria, porque “han vivido durante años más allá de sus posibilidades y pronto apilaron montañas gigantescas de deuda, de acuerdo con el lema, “para mí el diluvio” (Der Spiegel, 6/12/2010). Sienten que han sido traicionados, que la teoría de Maastricht de que “ningún país debe ser responsable de otro” no se está cumpliendo. Por eso cuando Mario Draghi, presidente del BCE, anunció que compraría bonos soberanos de los países en crisis, Jens Weidman, el presidente del Bundesbank, entró en cólera; nada de eso de darle a la máquina de hacer dinero para resolver la crisis, porque existe el “riesgo de que la financiación del BCE provoque una adicción, como una droga”. La solución está en las reformas, los recortes, la austeridad, y esto “sólo tendrá éxito si nos concienciamos de que nadie más es responsable de su propia miseria”. En fin, Wolfgang Münchau, presidente de Eurointelligence, resumía así el malestar de los alemanes: “No es de extrañar que los alemanes, que ya tuvieron (y que aún tienen) que pagar por la Reunificación, hoy se nieguen a seguir rascándose el bolsillo por Europa” (Der Spiegel, 3/10/2012)

Sin duda, los alemanes, como aquí los españoles, están siendo manipulados. Aquí tenemos la “herencia recibida” del anterior gobierno socialista y la propia “crisis” para justificar las políticas neoliberales que siempre quiso aplicar la derecha. En Alemania la coartada que justifica esas mismas políticas se llama Unión Europea. En junio de 2012 Sigmar Gabriel, líder del SPD, se lo dijo así a Ángela Merkel en el Bundestag: “Es falso presentar permanentemente a Alemania como pagador neto de la Unión Europea: no somos un pagador neto, sino un ganador neto, desde la creación de la Unión Monetaria Alemania ha ganado 556.000 millones más que los que ha destinado a ayuda financiera”. Y es que Alemania parece que quiere disfrutar de todas las ventajas de pertenecer a la Unión, pero sin asumir la responsabilidad y las cargas que en la misma proporción le corresponderían.

Aquí, ocurre como siempre, depende de los datos, de qué datos se suministran y cómo se presentan. En contribuciones directas es cierto que Alemania es el país que más dinero aporta a las arcas comunitarias, y es cierto también que es el que menos recibe, todo ello, en términos absolutos. Entre el año 2005 y el 2009 Alemania ha contribuido con algo más 20.000 millones de euros cada año (en 2008, superó los 22.000). En el mismo periodo su saldo financiero anual con la Comunidad se saldaba con un déficit de entre 8.000 y 11.000 euros. Sin embargo, si se desglosan los datos del presupuesto comunitario y se ponen en relación con la Renta Nacional de cada país el panorama cambia. El acuerdo inicial era que cada país debía aportar una contribución a la Comunidad proporcional a su riqueza. Sin embargo, Alemania, como el país más rico de toda la Unión, le parecía que su contribución era excesiva y ha conseguido imponer un tope máximo introduciendo artificios y factores de corrección contable. Las dos aportaciones más importantes de cada país al presupuesto de la Unión vienen por el IVA y una contribución directa según RNB (Renta Nacional Bruta). Alemania, con más de 80 millones de habitantes, recaudaba una parte proporcional más amplia del impuesto que debía entregar a la Comunidad. Sin embargo, si en el año 2000 la recaudación por IVA suponía el 38% del total del presupuesto; hoy esta partida se ha reducido al 11%. Y no sólo eso, sino que para realizar el cálculo, si la base imponible para todos los países es del 0,30%, Alemania disfruta de un tipo reducido del 0,15%, Austria del 0,22%, Suecia y Países Bajos del 0,10%. Así, si en 2009, Alemania entregó por esta partida 1.705 millones de euros, España entregaba 1.527. Sin comentarios. Los presupuestos actuales se nutren fundamentalmente de la aportación según la RNB, que constituye el 76% del total. La aportación total efectiva de Alemania le supone un 0,88% de su renta cuando a España, por ejemplo, le supone una media de 1,05% en el periodo de 2005 a 2009. Otro ejemplo, en 2007 la aportación de Grecia le suponía el 1,37% mientras la de Alemania era del 0,88%.

También ha resultado muy polémica la aportación de Alemania a los fondos de rescate que se han ideado para ayudar a los países en crisis. Muchos alemanes creen que es una forma de financiación encubierta que contradice el artículo 101 del Tratado de Maastricht. Hasta llegaron a organizarse en plataformas ciudadanas y presentaron recursos de inconstitucionalidad para que Alemania no participase en el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), puesto en marcha en octubre de 2012. El economista Markus Kerber, que encabezaba una de esas plataformas, en octubre de este mismo año reprochaba al gobierno español no haber entendido la crisis, “y prometen soluciones con dinero alemán. El euro es demasiado caro para España”, sentenciaba. El Tribunal Constitucional alemán dio el visto bueno a la participación de Alemania en el fondo pero limitó la aportación a 190.000 millones de euros, un 27,14% del total. De nuevo, si analizamos la financiación del MEDE podemos ver las cosas de otra manera. Por debajo de Alemania, están Francia, Italia, España y Holanda como los países que más dinero aportan. Francia supera el 20% del total, y, si sumamos las aportaciones de España e Italia, dan un resultado de 218.710 millones de euros, el 29,81%. O sea, que dos de los países en crisis están aportando más dinero que Alemania al fondo del que pedirán dinero para salir de la crisis aplicando nuevos recortes en el sector público para obtenerlos… ¿Por qué sólo se han quejado los ciudadanos alemanes? Sin duda la manipulación está dando resultados.

Parte de esa manipulación consiste en ocultar las ventajas que Alemania obtiene con la moneda única. Recordemos brevemente algunos datos: Alemania tiene el primer PIB de la UE y el cuarto del mundo. Su tasa de crecimiento es del 3% y su tasa de paro del 7%. Su economía está orientada a la exportación. Entre 2003 y 2008 fue el primer exportador mundial, sólo superado en 2009 por China. El 53% de sus exportaciones van a los países de la Unión Europea, así como el 48% de sus importaciones. Para Joachim Möller, economista jefe del Instituto Laboral de Nüremberg, los tres factores que explican el milagro alemán son “el aumento de la competitividad a través de la moderación salarial en toda la década, la estabilidad del euro, y la tradicional fuerza de la industria alemana”. Una industria de media y alta tecnología que supone el 27% del PIB, y en donde destacan la maquinaria, el sector del automóvil, la industria química y farmacéutica y la siderurgia. El sector de los servicios supone el 72,5% del PIB, pero los servicios financieros y los servicios a las empresas han desbancado a los servicios tradicionales de comunicaciones, transporte, hostelería y otros. No hay duda de que el euro ha contribuido a esta prosperidad, y lo ha hecho de dos maneras. Por una parte, ha eliminado los costes que suponen las transacciones comerciales realizadas en distintas monedas, sujetos siempre a la variabilidad de los tipos de cambio. Ya en el año 1999 los marcos, las liras, los francos y las pesetas desaparecieron de los libros de contabilidad de las empresas alemanas, y desde el año 2000, la empresa Daimler-Chrysler, por ejemplo, se ahorraba 100 millones de dólares cada año previstos para las conversiones de una monedas a otras y para protegerse contra las fluctuaciones del mercado de divisas. También el euro ha contribuido a la prosperidad alemana eliminando a la competencia europea. Al tener una industria y una mano de obra menos competitiva, la única forma de competir con Alemania era devaluando la moneda propia para incentivar las exportaciones. Pero el euro ha eliminado de un plumazo esta posibilidad, y en realidad, ya no es posible competir con la industria alemana. Unos pocos datos lo corroboran (informes de la Secretaría de Estado de Comercio, del Ministerio de Economía). De los 5 países en crisis, sólo Irlanda, que mantiene mayores flujos comerciales con el Reino Unido, se libra de tener déficit comercial con Alemania. Alemania es el principal país proveedor de Grecia, con el que tiene un déficit de más de 4.000 millones de euros anuales; es el segundo proveedor de Portugal, cuyo déficit con Alemania desde 2006 supera siempre los 2.200 euros cada año; es igualmente el primer proveedor de Italia, y su déficit con Alemania llegó a superar los 15.000 euros en 2010, aunque siempre se sitúa entre los 12 y los 13.000 millones de euros. Con respecto a España,  Alemania es también nuestro principal proveedor, aunque ocupa el segundo puesto de nuestras exportaciones. Nuestra balanza deficitaria se ha ido reduciendo, de los 20.054 millones en 2008, a los 8.917 de 2011.

Pero…hay otro dato a tener en cuenta, y que no se menciona a menudo, una buena parte de estas exportaciones a Alemania, son de productos alemanes fabricados por las propias multinacionales alemanas en Europa. Sólo en España, por ejemplo, hay 1.100 empresas alemanas repartidas por todo el territorio nacional aunque la mayor parte se concentran en Madrid, Cataluña y País Vasco. Según la Cámara de Comercio de Alemania en España, estas empresas dan trabajo a unas 340.000 personas y, aunque se encuentran satisfechas, señalan como factores problemáticos la inestabilidad política, la legislación laboral y la influencia de los sindicatos. Y es que la tan celebrada competitividad de la industria alemana tiene una contrapartida dolorosa; la contención salarial y el empleo precario que provoca un aumento considerable de las desigualdades sociales y puede abocar a la pobreza a millones de personas. En Alemania se han generalizado los minijobs, trabajos que no superan las 15 horas a la semana y que se pagan a un máximo de 400 euros al mes. Como no se puede sobrevivir con esta cantidad, el gobierno alemán permite desempeñar varios minijosbs a la vez. Este tipo de empleo afecta a unos 7,5 millones de personas, de los que casi 5 millones son mujeres, que, en el momento de jubilarse, cobrarían una pensión de 200 euros mensuales. Los sindicatos alemanes denuncian abusos en el uso de estos contratos, Horst Mund, economista del sindicato IG Metall, denuncia que Alemania está practicando un "cierto dumping salarial" que ha puesto en aprietos a toda Europa. Aunque estos miniempleos no son bien vistos en el resto de países de Europa, la crisis y la presión alemana sí están empujando los salarios y los derechos laborales hacia niveles de desprotección y precariedad hasta ahora desconocidos. En agosto de 2011 Jean Claude Trichet, entonces presidente del BCE, envió una carta al gobierno español que también iba firmada por el presidente del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordoñez, en la que se le pedía una devaluación competitiva de los salarios en España, la creación de una modalidad de contrato laboral “de carácter excepcional que contemple indemnizaciones bajas por despido por un tiempo limitado”, eliminar la cláusula de revisión salarial que los ajustaba a la evolución del IPC, y limitar el alcance de los convenios colectivos ”para reducir la posibilidad de que los acuerdos sectoriales limiten la validez de los acuerdos a nivel de empresa”. El nuevo gobierno del PP ha seguido sus indicaciones, y también se han hecho reformas laborales restrictivas en todos los países en crisis. Por eso ahora toca ocuparse de Francia, hacia donde se dirigen los cañones, como titulaba recientemente el diario El País. Ni Alemania, ni las políticas ultraconservadoras que está imponiendo en toda Europa con la connivencia de los gobiernos de derechas pueden permitir que las políticas alternativas que intenta llevar a cabo Hollande en Francia tengan la más mínima posibilidad. Lars Feld, director del Instituto Walter Eucken de Friburgo y miembro del comité de sabios que asesora a Merkel, cree así que “el mayor problema actual en la eurozona ya no es Grecia, ni siquiera España e Italia: es Francia, que no ha hecho nada para recuperar competitividad y está yendo incluso en dirección contraria. Francia necesita reformas en el mercado laboral: es el país del euro en el que la gente trabaja menos horas al año”. (El País, 11/11/2012).

Nos tomamos una tregua para cambiar de frente. Porque en esta guerra de Alemania contra la “crisis” y en defensa de sus intereses y de sus empresas, el euro no es un fin, no lo fue nunca, sino el medio, el instrumento que la crisis ha puesto en entredicho y le está haciendo perder batallas en otros frentes: Estados Unidos y el dólar; China y el yuan. El euro llegó a codearse con el dólar, a plantarle cara y disputarle la primacía mundial como moneda refugio, pero con la crisis el euro ya no es una inversión segura, y está perjudicando las relaciones comerciales que Alemania mantiene con China y con Estados Unidos. China es el primer país proveedor de Alemania, pero sólo ocupa el sexto lugar de sus exportaciones. Esta desventaja se traduce en un déficit comercial crónico que llega a superar los 25.000 millones de euros desde 2007, aunque en 2010 el déficit se vio reducido a algo más de 21.000 millones. Estados Unidos es el quinto proveedor de Alemania pero es el tercer país al que más exporta. Como resultado su balanza comercial se cierra con superávit, aunque sus beneficios están descendiendo. Ha pasado de 27.730 millones en 2007 a 19.175 en 2010. Alarmada por esta caída en sus ventas, Alemania acusó a Estados Unidos en octubre de 2010 de devaluar de hecho el dólar con su política monetaria expansiva. “El Dólar —dijo Ángela Merkel— mientras se inyecta una cantidad extrema de liquidez en el mercado americano, está devaluado de hecho y no se corresponde con su valor real”. De la misma manera, el gobierno alemán ha intentado convencer al gobierno chino desde la pasada reunión del G-20 de 2010 para que deje flotar al yuan en el mercado de divisas y se aprecie para ajustarse así a su valor de mercado.

El euro, el dólar y el yuan son tres frentes de una misma guerra, que Alemania libra a brazo partido. Como el resto de los países europeos, Alemania tiene las manos atadas por el euro, y no puede devaluarlo de forma unilateral para competir con el resto de las monedas. Tampoco quiere embarcarse en una devaluación efectiva al modo americano inyectando euros a los países en crisis porque le tiene pánico a una posible inflación y no quiere asumir ese riesgo. La hiperinflación de los años 20 aún está presente en su memoria, por eso el Bundesbank ha dicho por activa y por pasiva que no piensa darle a la máquina de hacer dinero para resolver unos problemas de los que no se siente responsable. De modo que la única forma de recuperar la competitividad y de ganar esta batalla es imponiendo en toda Europa la misma devaluación interna que se autoimpuso al principio de la década para asumir los costes de su reunificación. Porque, forzar la ruptura del euro, por más que una buena parte de la opinión pública alemana estuviera de acuerdo, iría en contra de los intereses de sus empresas, perderían mucho dinero con las nuevas monedas nacionales, y el marco se apreciaría. Philipp Rösler, el ministro de economía alemán ha llegado a decir que “el que especula con la quiebra del euro, pone en peligro el bienestar alemán”.

Con la austeridad impuesta a toda Europa Alemania se defiende a sí misma, a su industria, a sus empresas. En un arranque de sinceridad Ángela Merkel lo dijo en el discurso que pronunció en el Bundestag en septiembre de este año: “Siempre he dicho que Alemania debe salir de la crisis más fuerte de lo que era cuando empezó”. Estaba celebrando el pronunciamiento del Tribunal Constitucional alemán a favor de la participación de su país en el Mecanismo de Rescate Europeo. Alemania se hace la víctima, va de “pagana” de la crisis, pero en realidad se comporta con la misma picaresca que nuestros abuelos en la posguerra, cuando les decían a nuestros padres, “a quien se acueste sin cenar le doy un real”; y luego a la mañana siguiente: “Quien quiera desayunar me tiene que dar un real”. Y mientras recogía el dinero exclamaba con satisfacción: “¡Dichoso dinero que vuelve a casa!

Semblanza de Ángela Merkel en:
http://museodelacrisis.blogspot.com.es/2012/12/sala-6-la-otra-cara-de-los-recortes.html


viernes, 9 de noviembre de 2012

"I told you"


Siempre es cierto ese aserto que afirma que para entender bien el presente hay que estudiar el pasado. Pero en estos días más, porque estamos viviendo esta crisis como si fuera algo inesperado y hemos olvidado, o hemos querido olvidar, que realmente la crisis empezó hace 20 años, y fue hace 20 años que empezó a desmantelarse el Estado del Bienestar y la democracia en Europa que tanto costó levantar y defender. Menos mal que tenemos la historia, más para advertir que para divertir. De modo que, adviértase, si hoy nos hundimos en el lodo, es porque hace 20 años empezamos un camino lleno de barro.

En junio de 1988 el Consejo Europeo encargó a Jacques Delors, presidente de la Comisión, un informe para avanzar en la unión económica y monetaria. El informe estaba listo casi un año más tarde. Fue presentado el 17 de abril de 1989 y proponía alcanzar la unión monetaria en tres fases, sin concretar fechas. En síntesis, establecía la libertad de movimientos de capitales, convergencia macroeconómica para garantizar la estabilidad de precios, la creación de un Banco Central Europeo y la adopción de una moneda única como culminación del proceso. Todo ello requería de una refundación de Europa, que pasaba por la modificación de los tratados fundacionales de la Comunidad. La cumbre europea celebrada en Madrid en junio de 1989 tenía por objeto concretar el plazo de inicio de la primera fase y los criterios para una convergencia progresiva de las economías europeas como requisito para poder adoptar la moneda única. Este era el principal escollo de la reunión, la firme oposición de los británicos a abandonar la libra esterlina. Cuando, durante una cena, se abordó este tema, Nigel Lawson, ministro de finanzas, se levantó bruscamente de la mesa y exclamó: “¡Nunca! ¡Jamás cambiaremos la libra esterlina por una moneda europea!”. Margaret Thatcher golpeó la mesa y dijo: “¡Right!”.

Y entonces, el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. El acontecimiento, no por sorprendente, era menos esperado. La política aperturista de Gorbachov en la Unión Soviética que sacudió toda la Europa del este, y fomentó las protestas ciudadanas en la RDA en los meses anteriores hacían presagiar que algo así podía ocurrir en cualquier momento. De hecho, la posibilidad de una reunificación alemana estaba en las conversaciones de entonces entre los jefes de estado. Así por ejemplo, Alemania consideraba su moneda, el marco, como un signo de identidad nacional, y Helmut Khol le confesó a Mitterrand en junio de 1989 en Madrid que abandonarlo supondría un gran sacrificio, y pensaba que la opinión pública alemana no estaba preparada para ello. Mitterrand le contestó: “Usted está preparado para la reunificación alemana. Usted debe continuar demostrando que cree en Europa”. La posibilidad de una reunificación de Alemania, con más de 80 millones de habitantes y una moneda fuerte y estable, se veía como una amenaza y un factor de desequilibrio en Europa.  Pero el presidente francés creía que una moneda única actuaría como factor moderador de una Alemania unificada e integrada en Europa, si conseguían que abandonase el marco, del que, había dicho una vez, era “su bomba atómica”. Así se lo dijo a Margaret Thatcher en septiembre, intentando calmar sus recelos. La premier británica era la única que se oponía con la misma energía a consentir la unificación de Alemania y a abandonar la libra esterlina. De manera que la caída del muro de Berlín sólo precipitó los acontecimientos. Khol le hizo saber a Mitterrand, a través de su ministro de exteriores, Hans Dietrich Genscher, que Alemania impulsaría la unión económica y monetaria si en la próxima cumbre europea de Estrasburgo, que se celebraría los días 8 y 9 de diciembre, obtenía su apoyo a la reunificación de Alemania. Mitterrand reiteró sus condiciones: “No aceptaría la reunificación Alemana si no iba acompañada de una integración europea, y esto no era posible sin la unidad monetaria”. Desde entonces Mitterrand asumió un doble juego, vencer la resistencia británica a la reunificación alemana al mismo tiempo que parecía oponerse a ella. El 8 de diciembre de 1989, Thatcher le dijo a Mitterrand: “Si  no vamos con cuidado, la reunificación se va a llevar a cabo. Si eso pasa todo se vendrá abajo en Europa. El canciller Khol parece haber olvidado que la división de Alemania fue el resultado de una guerra que empezó Alemania”. Inglaterra temía por la frontera germano-polaca, y pensaba que incluso podía reivindicar otros territorios, llegando a tener más de lo que tenía en tiempos de Hitler. Temía no estar a la altura de las circunstancias, y repetir el error de sus predecesores en el cargo en los años 30. Incluso llegó a decir: “¡Hemos derrotado dos veces a los alemanes, y aquí están otra vez!”. Mitterrand, en principio le da la razón, y le dice que, en efecto, los alemanes ya sólo piensan en la reunificación, que “ha tenido el efecto de convertirles otra vez en los malos alemanes del pasado”. En enero de 1990 Thatcher le sugiere a Mitterrand: “Deberíamos decirles a los alemanes que la reunificación llegará algún día, pero que no estamos preparados todavía, que Alemania del este tiene que ponerse a la cola para entrar en la Comunidad. Tenemos que intentar comprometer a los alemanes a un periodo transitorio. La reunificación no debería ocurrir antes de 10 o 15 años”. Pero Mitterrand le contestó: “Sería estúpido decir no a la reunificación. No hay fuerza en Europa que pueda impedir que ocurra. Más vale aceptarla con los ojos muy abiertos y ligar la unidad de Alemania a la construcción de Europa y a la garantía de las fronteras”. Y así se hizo. El 12 de septiembre de 1990 se firmó en Moscú el tratado Dos más Cuatro (las dos alemanias y los Aliados de la Segunda Guerra Mundial) dando vía libre a la reunificación alemana, que se hizo efectiva el 3 de octubre de ese mismo año.

Mientras tanto, se avanzaba en el proceso de construcción de la unidad económica y monetaria, y aquí, como temía la señora Thatcher, se hizo bajo el dictado de Alemania. Con un 32% del PIB de toda la Comunidad, equivalente a su contribución a las arcas comunitarias y al entonces vigente Sistema Monetario Europeo, hubiera sido difícil rechazar las condiciones de Alemania para la unión monetaria. Según Karl Otto Pöhl, entonces presidente del Bundesbank, “probablemente no habría habido una unidad monetaria sin la unificación alemana”. Y es que Alemania sólo abandonaría el marco si la nueva moneda, y el nuevo Banco Central Europeo se hacían a imagen y semejanza del Bundesbank y de su política monetaria marcada por una obsesión: la estabilidad de los precios y el control de la inflación. El señor Pöhl se reunió en mayo de 1990 en Estrasburgo con los miembros de la Comisión Económica del Parlamento Europeo para decirles cómo iba a ser el futuro BCE y cuáles serían sus objetivos: “Asegurar la estabilidad de precios para evitar a toda costa la espiral inflacionaria, y controlar el precio del dinero y la masa monetaria”. Además, el futuro BCE debe ser absolutamente independiente, sólo será “responsable ante la opinión pública y en ningún caso estar sometido a las presiones de los gobiernos. El control de la inflación no puede dejarse a los gobiernos”, sentencia. Y, por si había alguna duda de su mensaje, concluye: “Los asuntos monetarios son una cosa muy seria para dejarla en manos de los políticos”. En aras de esa independencia defiende que la sede del BCE no debe estar en Bruselas, por la influencia que podría ejercer la Comisión europea, llega a proponer Madrid, el punto más alejado que se le ocurrió en ese momento, aunque su deseo es que estuviese en Frankfurt. En  noviembre de este mismo año de 1990 se encargó de arrojar un jarro de agua fría sobre las propuestas británicas para la unión monetaria, y lo hizo en la misma Escuela de Economía de Londres. Siempre intentando salvar la libra esterlina, los británicos habían propuesto en 1989 que todas las monedas nacionales tuvieran curso legal en los países europeos, y ahora, el nuevo ministro de Hacienda, John Major, había propuesto la creación de un ecu fuerte de curso legal y la creación de un Fondo Monetario Europeo que prestaría ecus a los países con problemas en sus balanzas de pagos. El presidente del Bundesbank se opuso firmemente a estos planes pues esta transferencia de recursos de los países ricos a los más pobres dispararía la inflación. En su lugar defendía una Europa a dos velocidades, y que sólo entrasen en la moneda única los países de mayor grado de desarrollo. España, sin embargo, se oponía a quedar relegada de la moneda única y reclamó la creación de unos Fondos de Cohesión para apoyar a los países con menos del 90% de la riqueza media de la CE. Helmut Khol llama a Felipe Gonzálezel gran abogado de los Fondos de Cohesión”, y si en un principio recelaba de ellos, acabó aceptándolos como pago al apoyo que el presidente del gobierno español prestó desde el primer momento al proyecto de reunificación alemana. Todavía el 9 de noviembre de 1991, el primer día de la cumbre de Maastricht, Khol decía: “Hay que escuchar lo que dice González sobre solidaridad, pero sin que cueste dinero". Finalmente, los fondos de cohesión, y las exigencias alemanas sobre el futuro BCE y los criterios económicos para alcanzar la convergencia previa a la adopción de la moneda única quedaron incorporados al tratado de Maastricht, firmado en febrero de 1992.

Y Maastricht fue, como se dijo en su día, el triunfo de las políticas neoliberales en Europa, y el triunfo de la Europa del capital y de los mercaderes sobre las personas y los ciudadanos. Porque el texto, harto farragoso, dejaba atados y bien atados las aspectos económicos de la Unión Europea, pero dejaba esbozados con declaraciones de buenas intenciones el resto de asuntos, como la política de empleo o la seguridad común. En particular, el artículo 101 prohibe “la concesión de cualquier tipo de crédito por el Banco Central Europeo y por los bancos centrales de los Estados miembros..., en favor de instituciones u organismos comunitarios, Gobiernos centrales, autoridades regionales o locales u otras autoridades públicas...o empresas públicas de los Estados miembros, así como la adquisición directa a los mismos de instrumentos de deuda por el BCE o los bancos centrales nacionales”. El artículo 108 consagra la independencia del BCE y de los bancos centrales que quedaban integrados en el Sistema Europeo de Bancos Centrales (SEBC), y el artículo 104 establecía los criterios para la convergencia económica que se concretaban en un protocolo anexo: que el déficit público anual no superara el 3% sobre el PIB, que la deuda acumulada no superara el 60%, y que la inflación no superara en 1,5% la media de los tres países que la tuviesen más baja. El protocolo 11 exime al Reino Unido de unirse a la moneda única y le permite conservar la libra esterlina.

Una vez aprobado el nuevo tratado, tocaba pasearlo por los distintos países de la Unión para su aprobación. Y digo bien, “su aprobación”, porque otra posibilidad no cabía en los mandatarios europeos que lo suscribieron. Podía hacerse bien por ratificación parlamentaria o por referéndum popular. Pero sólo hubo referéndum en 3 países, en Dinamarca se rechazó con un 50,7% de votos en contra. Aunque tras establecerse algunas excepciones se acabó aprobando en 1993 en un segundo referéndum. (Un tercer referéndum en 1999 rechazó la incorporación al euro por un 53,1%). También se celebraron referéndums en Francia, donde se aprobó con un 49,0% de votos en contra y en Irlanda, con un 31,3% de votos en contra. En España, el PSOE de Felipe González evitó el referéndum aunque él mismo participó en un mitin en Estrasburgo en septiembre de 1992 defendiendo el “sí” para el tratado junto a los socialistas franceses: “Sin duda el tratado de Maastricht no es un tratado perfecto…la perfección es sólo para la extrema derecha y la extrema izquierda, los extremos totalitarios”. Es cierto que tanto los conservadores como los comunistas europeos coincidían en su rechazo a Maastricht, aunque por razones distintas. Los conservadores ponían el acento en la pérdida de soberanía que suponía entregar la política monetaria al BCE, que quedaba constituido como un estado monetarista independiente de todo control gubernamental. Para Gianfranco Fini, líder del neofascista Movimiento Social Italiano, no había duda de quién estaba en realidad detrás del BCE. En el pleno que aprobó el tratado, el 17 de septiembre de 1992, dijo: “Hay que reflexionar bien antes de entregarnos de pies y manos al Bundesbank”. Para la izquierda, el tratado de Maastricht institucionalizaba las políticas neoliberales al hacer obligatorios los recortes en el gasto público buscando sólo una convergencia macroeconómica nominal. Le acusaba de buscar sólo un escenario favorable para la libertad de movimientos del capital a costa del bienestar social, pues la estabilidad presupuestaria eliminaba de hecho el papel redistribuidor del estado al prohibirle intervenir en la política monetaria. Además, decían, si ahora se consagra el 3% de déficit estatal nada impedirá que en el futuro se exija incluso menos. Por último, Maastricht suponía subvertir los principios de la soberanía popular y de control de las acciones del gobierno pues en la práctica la soberanía nacional se depositaba en manos de un banco. Max Gallo, exministro francés de cultura afirmaba que “los socialistas que defienden el tratado y lo negociaron sólo pueden defenderlo evitando analizarlo”. Él abogaba claramente por el “no”: “Hay que rechazar este tratado, que va a aumentar el desasosiego, el número de parados, las dudas acerca de la nación y que alimentará a medio plazo a la extrema derecha xenófoba”.

En España la voz más alta en contra del tratado de Maastricht fue la de Julio Anguita. Sufrió por ello una atroz campaña de desprestigio tanto de los medios oficiales cercanos al partido socialista como de la derecha, e incluso desde las filas de la izquierda. Fue acusado de fundamentalista, antieuropeo, iluminado…Pero sus palabras hoy parecen salidas, no de un califa, sino de un profeta. El 29 de octubre de 1992, durante el debate en el Congreso de los Diputados que habría de ratificar el tratado, Anguita dijo lo siguiente: “El Tratado de la Unión Europea pone en marcha un concepto de convergencia profundamente desnaturalizado…sorprende la ausencia de compromisos sobre magnitudes como renta per cápita, tasa de desempleo, gastos sociales, etcétera. Sorprende por cuanto parece desprovisto de sentido que la convergencia no se plantee precisamente en el terreno de la economía real y sí en el de su reflejo: el monetario. Pero no sólo es grave que no se prioricen estos objetivos de convergencia real, sino que el logro de los acordados puede producirse al precio de empeorar los indicadores reales”. De hecho, los recortes en el gasto público para alcanzar ese deseado 3% de déficit que emprendieron tanto los gobiernos de Felipe González como los de Aznar le daban la razón. Los costes sociales eran de tal magnitud, que apenas un año después, en septiembre de 1993, la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Desarrollo y el Comercio advirtió a Europa que entraría en recesión si intentaba cumplir con los criterios de convergencia de Maastricht en los plazos previstos. Tan claras y evidentes eran ya sus consecuencias, que en la fiesta del PCE de 1996 Anguita enumeró con tino insuperable el horizonte socioeconómico que hoy padecemos, y que volverá a repetir ante Aznar en el Congreso en junio de 1997 y reiterará en sus artículos e intervenciones parlamentarias posteriores:”La moneda única, según Maastricht, es el fin de la autonomía política para decidir sobre las condiciones de vida de la ciudadanía. La moneda única, según Maastricht, es la imposición de los poderosos a través de los mecanismos del llamado mercado libre y de la práctica independencia de los poderes públicos del sistema de bancos centrales paso previo del Banco Central Europeo. La moneda única, según Maastricht, es poner como primer objetivo los ajustes contables macroeconómicos y relegar a un segundo lugar derechos sociales recogidos en nuestra Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Maastricht es la pensión que disminuye; el recorte en gasto sanitario; la congelación salarial de los funcionarios… el recorte en inversiones para infraestructuras y obras necesarias; el recorte creciente del subsidio de desempleo, etc.”

Sin embargo los dirigentes del Bundesbank se mostraron siempre inflexibles y exigieron el estricto cumplimiento de los criterios de convergencia del tratado. En 1994, el nuevo presidente del banco alemán, Hans Tietmeyer dijo lo siguiente (es para leerlo bien y tomar buena nota): “Los criterios de Maastricht deben cumplirse a rajatabla porque son requisitos mínimos. Intencionadamente, no están formulados desde el punto de vista de la economía real, no distinguen entre ricos y pobres, distinguen entre un grado mayor o menor de estabilidad monetaria. No importa ser más pobre si hay flexibilidad interior de salarios, es decir, si se acepta un nivel general de vida más bajo en los países menos ricos. Lo importante es garantizar la convergencia nominal y, con algún acuerdo de unión política dar el salto a la Europa que quiere Alemania”.

Y en esta Europa de ajustes contables macroeconómicos está trabajando Alemania. Porque para ella esta crisis no es una crisis que afecte a la economía real o a las personas, es una crisis que “hemos provocado los países despilfarradores” al salirnos de los corsés impuestos hace 20 años, por eso la solución no es avanzar hacia una verdadera unión política o económica, ni hacia la Europa social y real, sino más de lo mismo. Más dosis de la misma política neoliberal que ya tragamos en Maastricht, pero redoblada, como castigo: Modificación de las Constituciones nacionales para consagrar la estabilidad presupuestaria como objetivo de cualquier gobierno, déficit del 0,4% del PIB desde 2020 y control previo de los presupuestos nacionales por Bruselas (BCE/Bundesbank) desde 2011. Con estas medidas podemos constatar la defunción definitiva del Estado del Bienestar y de la democracia.

Estoy seguro de que la señora Thatcher está sonriendo y señalando al continente con uno de sus dedos huesudos y diciendo aquello de: “I told you”. Sí, señora Thatcher, después de perder dos guerras mundiales, Alemania ha vencido a Europa.