domingo, 1 de diciembre de 2013

Historia española de Cataluña

Es posible que el título de esta entrada pueda parecerle a alguien un tanto tendencioso, incluso es posible que se sienta ofendido, en cuyo caso, debería hacer lo propio con el clásico de Pierre Vilar, Cataluña en la España moderna, publicado en 1962. De cualquier manera, ninguno resulta tan llamativo como el título del simposio que se celebrará en Barcelona los próximos 12, 13 y 14 de diciembre de este año. El título, España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014), anticipa ya una lectura de la historia con un objetivo muy definido, demostrar que “les condicions d’opressió nacional que ha patit el poble català al llarg d’aquests segles, les quals han impedit el ple desenvolupament polític, social, cultural i econòmic de Catalunya” (fig.1). El 11 de septiembre de 2014 se cumplen 300 años de la caída de Barcelona a manos de las tropas de Felipe V, y el simposio es sólo el primero de los actos conmemorativos que se sucederán a lo largo de todo el año y que culminarán con una Diada más reivindicativa que nunca. Por razones evidentes, también en 2014 se pretende celebrar la consulta soberanista para decidir la independencia de Cataluña. De manera que durante 2014 será la historia la encargada de demostrar que la independencia de Cataluña es necesaria e irremediable, y puede que así sea, pero la historia es capaz de decir muchas cosas porque sólo recoge las contradicciones de la vida, con sus luces y sus sombras, y es tan capaz de contarnos una historia de España contra Cataluña como de Cataluña con España. Depende de dónde se quiera mirar y lo que se quiera oír. Es evidente que la Nueva Planta de 1716 que anuló los fueros de Cataluña supuso el comienzo de la represión cultural y lingüística puesta en marcha bajo el signo de la castellanización; pero es igualmente evidente que resultaría difícil explicar el desarrollo industrial de Cataluña sin esa misma castellanización que le permitió el acceso al mercado peninsular y colonial en una situación de privilegio. Incluso, mientras el gobierno defendía su industria y su mercado de la competencia exterior, la clase dirigente catalana se sentía más centralista y más española que nadie. Y les negaban a otros con fervor patriótico lo que hoy reclaman para sí. La historia sirve también para recordarlo.

Fig.1: Programa del simposio Espanya contra Catalunya
(detalles)
Que Cataluña, integrada entonces en la Corona de Aragón, era una pieza distinta y separada de la monarquía hispánica es algo que ya percibieron todos los monarcas desde el inicio mismo de la unión dinástica. Resultaba especialmente complicado equiparar la contribución de los catalanes a la de los castellanos en los gastos del Estado. La monarquía sólo percibía de Cataluña los servicios votados en Cortes y los tributos que el rey tenía como señor, pero todos los demás impuestos recaudados eran para la Generalitat o para Barcelona. En 1512 el embajador italiano ante el rey Fernando, Francesco Guicciardini, escribía en su diario: “El poderío de todos estos reinos unidos es grande (…) cuyo nervio principal reside en Castilla, de donde salen fuertes ingresos de dinero. Pero el reino de Aragón es poco útil a las entradas del rey, debido a que según privilegios antiquísimos no pagan casi nada (…). En suma, un rey pobre para la grandeza del país, y sin Castilla sería un mendigo”. Por eso la reina Isabel solía exclamar: “¡Aragón no es nuestro, tenemos que volver a conquistarlo!”. De modo que cualquier intento de ampliar la participación de los aragoneses en los gastos estatales podía provocar una crisis. La más grave, antes de la que conmemoramos en 2014, fue la crisis de 1640, en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Todos los intentos del Conde-Duque de Olivares de ampliar la participación de Cataluña en los gastos de la guerra se saldaban con fracaso. En febrero de 1640 le escribió al virrey una carta donde se mostraba muy enfadado: “Ningún rey en el mundo tiene una provincia como Cataluña. Ésta posee un rey y un señor, pero no le rinde servicios, incluso cuando su propia seguridad está en juego”. Las desavenencias entre la Generalitat y la Corte no sólo se centraban en la contribución que se le pedía a Cataluña en dinero y soldados, sino en el alojamiento que debían prestar los campesinos a los soldados y la prohibición de comerciar con Francia, que afectaba al comercio catalán por la frontera. Como es sabido, las tensiones desembocaron en una revuelta campesina, el Corpus de Sangre, con el asesinato del virrey en junio de 1640, y el reconocimiento de Luis XIII de Francia como Conde de Barcelona en enero de 1641. No volverá Cataluña a la obediencia real hasta la derrota de Barcelona el 11 de octubre de 1652. A pesar de la gravedad de estos hechos, y de que, posiblemente, es lo más cerca que ha estado de conseguir la independencia (de España, se entiende); la crisis que más repercusiones ha tenido para la historia de Cataluña fue la Guerra de Sucesión pues, al fin y al cabo, terminó con la abolición de sus privilegios forales, algo que ningún rey anterior se había atrevido a hacer.

Fig.2: Festivas aclamaciones a la feliz 
sucesión a la Corona española, 1701
Porque no fue, como a veces se oye, una guerra de secesión, la de Cataluña, sino una guerra de sucesión en la que se dirimía el trono español y el reparto de poderes en Europa. Y como es lo que se celebra en 2014 conviene recordarla, aunque sólo sea en sus líneas generales. El 3 de octubre de 1700, el último representante de la casa de Austria, Carlos II, firmaba su tercer y último testamento dejando como heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y bisnieto de Felipe IV de España. A finales de ese mismo año, en noviembre, era proclamado rey de España en una ceremonia en Versalles, y en febrero de 1701 llegaba a la corte de Madrid. Como era normal, todas las ciudades se engalanaron para recibir con júbilo al nuevo rey. También lo hizo Barcelona, celebrando fiestas a mediados de marzo, y aclamando como rey a Felipe de Borbón, “V rey de Castilla y IV de Aragón, Conde de Barcelona” (fig.2). Aconsejado por su poderoso abuelo, pues Felipe tenía sólo 17 años, y como quería caer bien, se apresuró a celebrar cortes para jurar las leyes de sus nuevos reinos y recibir la fidelidad de sus súbditos. Las cortes de Castilla se celebraron en mayo de 1701 y las de Cataluña entre octubre de 1701 y enero de 1702. Según el historiador catalán Narcís Feliu de la Peña, que escribió sus Anales de Cataluña en 1709, “concluyéronse las Cortes como querían los catalanes”, pues “consiguió la provincia cuanto había pedido”. De momento, pues, todo discurría por los cauces habituales. Pero el abuelo era demasiado poderoso como para estarse quieto, y empezó a tutelar y a dirigir los movimientos de Felipe, lo que levantó recelos dentro y fuera de España. La gota que colmó el vaso de la intranquilidad en Europa fue el reconocimiento del Parlamento de París de los derechos de Felipe V al trono de Francia en febrero de 1701. Inglaterra, temiendo la unión de las dos potencias, lideró una alianza internacional en la que se encontraban Austria, que nunca reconoció el testamento de Carlos II, Holanda, Saboya, Prusia y Portugal. El candidato elegido para oponerlo a Felipe V fue el archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo I y bisnieto de Felipe III de España. El archiduque, de sólo 15 años, fue proclamado rey de España en una ceremonia celebrada en Viena el 12 de febrero de 1703. La guerra que se desató a continuación por el trono español tuvo asimismo una dimensión local, porque también en España las fidelidades se dividieron entre los dos candidatos, y aunque había austracistas en todos los reinos de la Corona, el movimiento era más fuerte en Cataluña. Allí la causa austracista estaba encabezada por quien había sido su virrey hasta la llegada de Felipe V, el príncipe Jorge de Darmstadt, enviado con anterioridad por Leopoldo I a España para vigilar de cerca los intereses de Austria junto a la reina Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II (¿alguien se ha perdido ya?). Suele argumentarse como causa de la deserción de Cataluña el temor al centralismo que representaba la monarquía francesa, y su apuesta por la candidatura austriaca estaría pues motivada por la confianza en la tradición pactista de la dinastía. Bueno, sea, el caso es que en 1705 Darmstadt tomaba Barcelona y que poco después llegaba el archiduque Carlos instalando allí su corte. Entre finales de 1705 y principios de 1706 se celebraron cortes en Cataluña reconociendo como nuevo rey a Carlos III de Austria. Pero en 1711 ocurrió algo inesperado. El hermano de Carlos, José I, emperador de Austria desde 1705, murió sin dejar descendencia y la corona imperial recayó en Carlos, que la recibió con el nombre de Carlos VI, pero sin renunciar a la corona española. Inglaterra entonces se lo pensó mejor, pues esa unión podía hacer resucitar el imperio español del siglo XVI, así que dio marcha atrás y forzó las negociaciones y la firma de la paz en los Tratados de Utrecht de 1713. Aunque Francia y España renunciaban a unirse en una sola Corona, Austria no hizo lo propio y no reconoció a Felipe V como rey de España hasta 1725. De hecho, fue Austria la única que prestó algo de apoyo a Cataluña, pues había sido abandonada a su suerte por el resto de potencias europeas después de la Paz de Utrecht. Tras varios meses de asedio, el 11 de septiembre de 1714 caía Barcelona y se ponía así el punto y final a la Guerra de Sucesión; y un punto y aparte en la historia de España, y de Cataluña.

Fig.3: Nueva Planta de la Real Audiencia
del Principado de Cataluña
, 1716
La Nueva Planta aprobada para Cataluña en 1716 (fig.3) eludía mencionar el derecho de conquista y rebelión cometida por el Principado, como sí había hecho con el decreto de 1707 para Aragón y Valencia, y se limitaba a mencionar la necesidad de establecer un nuevo gobierno después de su pacificación: “Habiendo con la asistencia divina y justicia de mi causa, pacificado enteramente mis armas el Principado de Cataluña, tocaba a mi soberanía establecer gobierno en él”. El objetivo de las reformas del nuevo gobierno fue conseguir la uniformidad y el centralismo político y administrativo a imitación del modelo francés, pero también impulsar el desarrollo económico adoptando los principios del mercantilismo y de la nueva filosofía de la Ilustración. La lengua castellana se convirtió en el símbolo de esa uniformidad, y, aunque nunca hubo una prohibición general de hablar catalán, sí fue proscrito de las instituciones y de la enseñanza al objeto de “extender el idioma general de la nación para su mayor armonía y enlace recíproco” (Real Cédula de Carlos III, 23 de junio de 1768). El Informe Quintana de 1813 incidirá en la misma idea, estableciendo en el ámbito educativo estatal el principio de “una doctrina, un método y una lengua”. Pero el catalán se mantuvo en el ámbito social, y eso permitió la formación de un movimiento de recuperación de la cultura y de la lengua catalana conocido como La Renaixença. Desde la segunda mitad del siglo XIX, a la normalización lingüística se unirá la defensa de un proyecto político vinculado al Regionalismo como el único marco que podía hacer posible el renacimiento de las instituciones y la lengua propias de Cataluña. Valentí Almirall, presidente del Ateneo de Barcelona, en un discurso pronunciado en catalán el 30 de noviembre de 1896 defendía la cooficialidad del catalán como el “dret que te la nostra llengua a gosar no de más sino d’iguals preeminencias que qualesvol altra de las que viuhen a la nostra Espanya. Germanas la nostra y la castellana, com fillas de la mateixa mare”. La defensa del regionaliso era así de explícita en la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña que se remitió a Alfonso XII en 1885: “No hay ningún catalán (…) que desee reflexivamente romper los lazos que con la patria le unen. No hay, empero, quizá uno solo, a quien la reflexión no lleve a desear aflojarlos. En su ruptura vemos la muerte, en su aflojamiento la vida. La mejora de España sólo puede venir de la restauración de las libertades regionales”.

Muchas de las iniciativas llevadas a cabo por la Corona chocaban con los intereses de los estamentos privilegiados y siempre encontraron una fuerte resistencia en Castilla, pero en Cataluña, como en los otros reinos de antigua Corona de Aragón, no tuvieron más remedio que aceptarlas. Así ocurrió con el nuevo régimen de recaudación tributaria que pretendía equiparar los esfuerzos fiscales de los catalanes con los del resto de súbditos en la financiación del Estado. El nuevo sistema pretendía sustituir los impuestos provinciales que gravaban el consumo por un solo impuesto directo basado en los niveles de riqueza individual, aunque no eliminaba los impuestos locales. El impuesto en Cataluña se llamó catastro, y si bien es verdad que al principio hubo una sobreestimación de la riqueza del Principado que elevaba su contribución por encima de la de los castellanos (de 43 reales del catalán por 26,8 del castellano en el periodo 1730-1739), al no actualizar la base impositiva sobre la que se recaudaba el tributo la relación volvió a invertirse (de 124,3 reales del catalán por 220,5 del castellano en el periodo 1790-1799). A pesar de los problemas, el sistema de la contribución única repartía la carga tributaria entre los súbditos de manera más justa y equitativa, y aún con la oposición del estamento privilegiado, se implantó finalmente a toda España en 1770. “Las autoridades ilustradas organizaron un modelo de hacienda que era el más barato, seguro, estable y eficaz que en aquella España podía edificarse sin tocar el entramado social existente” (Roberto Fernández, Universidad de Lleida).

Otra de las reformas importantes fue la eliminación de las aduanas interiores. Las de Aragón con Castilla desparecieron en 1714, y las de el País Vasco y Navarra en 1717. Es evidente que el traslado de las aduanas a la frontera con Francia y a la costa tuvo efectos positivos para Cataluña, pues “eliminava els gravamens sobre els productes peninsulars no catalans en entrar al Principat i, especialment, els productes que aquest exportava a la resta de la monarquía”. Fue importante para “la menestralía textil catalana”, pues “desgravava les materies primeres -llana i seda, especialment- i els productes alímentaris que Catalunya importava de la Meseta”. (Emiliano Fernández de Pineda, Universidad del País Vasco). Por otro lado, durante los reinados de Fernando VI y de Carlos III se inició la construcción de carreteras para conectar Madrid con las grandes ciudades de la península. Estas medidas, además de favorecer la integración comercial entre las distintas regiones consolidó la relación mercantil entre Madrid y Barcelona. La capital de la Corte se convirtió en un gran centro de consumo de productos alimenticios y manufactureros, pues no contaba con actividades económicas orientadas a la manufacturas y al comercio exterior al margen de su actividad política y administrativa. Puede decirse que este es el comienzo de la bicefalia que caracteriza a la red urbana española y que ha llegado hasta nuestros días. Las dos ciudades serán los principales focos de atracción de inmigrantes de otras regiones españolas durante los siglos siguientes, aunque por motivos distintos. A medida que se acentúa la industrialización de Barcelona a lo largo del XIX atraerá mano de obra para sus fábricas, de tal manera que hacia final de siglo un cuarto aproximadamente de su población procedía de otras zonas. En Madrid sin embargo la atracción se debía a motivos políticos y a la demanda de empleo doméstico proveniente de las capas medias y altas de la capital. Hacia 1930 en Madrid y Barcelona la inmigración ya supone el 40% de la población total residente.

Fig.4: Cédula de Carlos III prohibiendo
la importación de manufacturas textiles, 1778
De manera que la industria catalana, especialmente el sector textil, pudo desarrollarse “gracias a la iniciativa privada y también al hecho de ser una de las actividades más beneficiadas del proteccionismo fabril emprendido por la Corona (…), que, no sólo afectó al funcionamiento de las fábricas, sino que garantizó un mercado interior y colonial en régimen de monopolio” (Bernardo Hernández, Universidad Autónoma de Barcelona). La protección de la industria textil catalana se hacía simple y llanamente evitando la competencia extranjera prohibiendo la importación de telas y tejidos de algodón que, a lo largo del siglo XVIII, fue ampliándose a estampados y telas de lino o lana. Las primeras medidas las impuso Felipe V en 1718 y 1728, a las que siguieron las de Carlos III en 1769, 1771 y 1778 (fig.4). De esta manera, sólo en Barcelona el número de fábricas pasó de 29 en 1768 a 113 en 1786, pues se debía abastecer a una demanda creciente. Además, en 1755 se creó la Real Compañía de Barcelona a Indias para comerciar con Santo Domingo, Puerto Rico y La Margarita, áreas en donde la compañía quedaba exenta del pago de impuestos. Esta situación de privilegio la mantuvo la compañía incluso después de que el comercio con las colonias americanas se abriera a todos los puertos españoles en 1778. Ya en el siglo XIX, durante el reinado de Carlos IV, hay que destacar el decreto publicado en noviembre de 1802, “Reglas que han de observarse para la introducción del algodón y manufacturas de él; y prohibición de las extranjeras”. Se establecía que todo el algodón en rama procedente de las colonias americanas o de las posesiones españolas en Europa quedaba exento del pago de impuestos tanto en su salida de las colonias como a la entrada a la península. Las importaciones por tanto aumentaron considerablemente, desde las casi 3 toneladas en los comienzos del siglo hasta las más de 20 de 1861. Es en los años 30 del siglo XIX donde se sitúa el despegue definitivo del textil catalán favorecido por este contexto proteccionista y por la red comercial establecida alrededor del puerto de Barcelona, al que se añadirán el azúcar y el tráfico de esclavos con Cuba y Puerto Rico. Es también en estos años, concretamente en 1838, que tiene lugar la famosa observación que Stendhal anotó en su Memorias de un turista a su llegada a Barcelona: “Estos señores quieren leyes justas, con excepción de la ley de aduanas, que debe ser hecha a su guisa. Es preciso que el español de Granada, de Málaga o de La Coruña no compre las telas de algodón inglesas, que son excelentes y que cuestan un franco la vara, por ejemplo, y adquieran telas catalanas, muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”.

Fig.5: Joan Güell i Ferrer, Comercio
de Cataluña con las demás provincias
de España
, 1853
Sin embargo lo que dominó durante el siglo XIX fue el enconado debate entre los defensores del proteccionismo mercantilista y los del librecambismo. Fueron los terratenientes, cultivadores de cereal en Castilla, y los burgueses del textil en Cataluña los que abrazaron las tesis proteccionistas que hicieron suyas los partidos moderados y conservadores del liberalismo español, mientras que el librecambismo era defendido por progresistas y demócratas, que creían que para modernizar España era necesario abrirla al exterior, ya que, sin competencia, la industria y la agricultura se anquilosaban para beneficio de los productores y perjuicio de los consumidores. De manera que el prohibicionismo del siglo XVIII fue dejando paso a un proteccionismo moderado con la imposición de aranceles a las importaciones, que eran más o menos estrictos en función de la orientación ideológica del gobierno de turno. Para defender el proteccionismo los industriales catalanes fundaron distintas asociaciones, las más importantes son el Instituto Industrial de Cataluña (1848) y Fomento del Trabajo Nacional (1869). Uno de los proteccionistas más destacados fue sin duda Joan Güell i Ferrer, presidente del Instituto Industrial de Cataluña. Güell, en su Comercio de Cataluña con las demás provincias de España (fig.5), reconocía que la prosperidad de España y de Cataluña se debía “al sistema protector secundado por una buena administración” durante el siglo XVIII, y que ese mismo sistema había conseguido estrechar las relaciones comerciales entre Cataluña y España de tal manera que sin él, sin el proteccionismo, “estos cambios vivificadores desaparecerían y con ellos la base de nuestra riqueza y común felicidad”. Es en este contexto en el que se inscribe la conocida expresión del industrial catalán que citó Jaume Vicens Vives: “Perezca Cataluña si ha de ser obstáculo para el progreso de la nacionalidad española…si la fabricación catalana absorbe la riqueza de las demás provincias, siendo causa de su pobreza y miseria, sucumba”. Pero los escritos de Joan Güell i Ferrer están repletos de expresiones del mimo tenor. En las Observaciones a la reforma arancelaria, de 1863, escribía: “Sí, defendemos nuestros intereses; ¿es acaso un delito defender uno sus intereses? El interés de los consumidores es un interés despreciable, perjudicial y del cual los gobiernos no deben ocuparse sino para destruirlo. El interés de las naciones es la suma de los intereses de sus productores. No podemos, pues, defender los grandes intereses de España sin defender los de todos los productores españoles, no podemos defender los intereses de los productores españoles sin defender los nuestros, puesto que somos españoles, y con mucha honra, productores”. Volvía a insistir en la misma idea en su Examen de la crisis actual, de 1867: “Nunca hemos dicho una palabra ni escrito una letra sino a favor de la protección de todos los productores españoles. Lo que conviene a España, conviene a Cataluña”. Güell i Ferrer, que había amasado su fortuna ejerciendo el monopolio comercial en la Habana, se oponía a la liberación de los esclavos de Cuba y a la concesión de ningún tipo de autonomía para la isla. En La rebelión cubana, de 1871, escribía: “Si, pues, ni el derecho ni la conveniencia abonan la rebelión cubana, la nación española no sólo tiene el derecho sino el imprescindible deber de combatirla, agotando todos los medios y recursos para salvar el honor nacional y las vidas e intereses de los hombres que encuentran la fortuna y el bienestar en aquellas posesiones españolas”. Y no sólo Güell, sino la gran mayoría de los industriales y comerciantes catalanes defendió la necesitad de la esclavitud, “hasta convertirse en los abanderados de la lucha contra las ideas abolicionistas” (Martín de Riquer, Universidad Autónoma de Barcelona).

Fig.6: La cuestión cubana,
Fomento del Trabajo Nacional, 1890
Las tesis librecambistas sólo triunfarían en dos momentos. El primero, en el Sexenio democrático con la aprobación del arancel Figuerola en 1869 que establecía una rebaja progresiva del arancel hasta situarlo en el 15% a todas las importaciones, pero quedó suspendida con la Restauración de 1875; y el segundo con la vuelta de los liberales al poder en 1882 durante el turnismo político propio de esta etapa. Pero fue el proteccionismo, por tanto, el que se impuso durante la mayor parte del siglo XIX. Las presiones de los industriales y comerciantes catalanes y la crisis de fin de siglo provocaron la aprobación de la Ley de relaciones comerciales con las Antillas en julio de 1882. Esta ley obligaba a las colonias a comprar los productos manufacturados españoles al tiempo que se protegía de los productos agrarios antillanos. Los productores cubanos, desde el Círculo de Hacendados, protestaron y pidieron la derogación de la ley y la descentralización administrativa y económica para la isla, pero se encontraron con la fuerte oposición de los industriales catalanes que veían en el mercado antillano una verdadera válvula de escape que compensaba la caída de sus ventas en la península. Desde el Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona (fig.6) se daba la réplica a las pretensiones de los cubanos: “No es lógico, ni justo, ni patriótico divorciar la madre patria de su provincia ultramarina predilecta pretendiendo romper sus lazos comerciales para sustituirlos por un derecho que excluiría a nuestras harinas, nuestros tejidos, casi todos nuestros productos en suma. He aquí lo que en modo alguno podemos admitir, y ¡ay del gobierno débil que lo admita!”. Entre 1885 y 1897 la exportación de manufacturas de algodón a las colonias de ultramar aumentó desde un 10% hasta un 35%, absorbiendo una quinta parte de la producción algodonera catalana. Un nuevo arancel aprobado por Cánovas en 1891 reforzaba la situación de dominio colonial sobre Cuba, y cuando además se derogó en 1894 el tratado comercial con Estados Unidos cerrando a los azucareros cubanos también esta salida, su paciencia se agotó, y en julio de 1895 la isla se levantó en armas proclamando su independencia. Después del asesinato de Cánovas, el nuevo gobierno de Sagasta intentó una salida negociada del conflicto ofreciendo a Cuba y a Puerto Rico Cartas de Autonomía, que fueron elaboradas y firmadas por la regente María Cristina en noviembre de 1898 al margen del Parlamento y contraviniendo claramente los artículos 18 y 55 de la constitución de 1876. La inquietud de los industriales catalanes se plasmó en una circular elaborada por el instituto de Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona y enviada a todas las corporaciones proteccionistas de España. Lo interesante, visto ahora, con perspectiva histórica, es cómo se criticaba el decreto apelando al respeto a la “soberanía de la nación” y “al Parlamento Nacional”: “Hay que luchar contra el nefasto propósito de conceder autonomía arancelaria a las Cámaras insulares de Cuba y Puerto Rico, infiriendo con ella una herida mortal al país productor y a la soberanía de la nación (…) debemos impedir que se consume lo que fuera una desidia nacional irreparable (…) evitar el funesto proyecto que se le atribuye atentatorio a las prerrogativas del Parlamento Nacional”. 

Aunque existe la ficción histórica y no la Historia ficción, es lícito que el historiador se pregunte qué hubiera pasado si no hubiera habido ninguna Guerra de Sucesión, qué hubiera pasado si Felipe V hubiera perdido la guerra, qué hubiera pasado si Cataluña no se hubiese pasado al bando austracista o qué hubiera pasado de haber mantenido fueros y fronteras. De esa manera pueden distinguirse las causas de los pretextos, porque las primeras discurren por ríos profundos y éstos son circunstanciales, coyunturales, y apenas pueden evitar que aquellos lleguen a su destino. Y posiblemente si no hubiera sido en 1714 hubiera sido en otro momento y por otras circunstancias que se hubiera manifestado este “difícil encaje” de Cataluña en España con una nueva crisis, porque lo ha hecho desde que se inició nuestra convivencia en el siglo XV, haciendo buena aquella observación de Ortega y Gasset de que lo único que podemos hacer, los unos y los otros, es arrastrarlo noblemente por nuestra historia, pero también podríamos, en vez de retorcerla, aprender de ella.


lunes, 4 de noviembre de 2013

Capital humano

El concepto mismo, “capital humano”, ya produce bastante inquietud. Admite de entrada que el ser humano ha de servir para algo, y que su valor dependerá de aquello que podamos obtener de él. El ser humano es una inversión, una más dentro del sistema, y su rentabilidad vendrá igualmente determinada por el binomio coste-beneficio. De modo que, desprovisto así de valor propio o intrínseco, el ser humano ha pasado a convertirse en un medio, en una pieza más del sistema y no precisamente la más importante. Ahora se parece más a la “herramienta animada” de la que hablaba Aristóteles refiriéndose a los esclavos, o a las “herramientas parlantes” de Varrón. Y el Sistema Educativo es quien, naturalmente, se encarga de fabricar estas herramientas. Durante un tiempo llegamos incluso a pensar que la Educación era un derecho, un medio para borrar las diferencias de clase y uno de los pilares de la democracia que debía garantizar la igualdad de oportunidades a todo el mundo. Pero no es así. Como en tantas otras cosas, la crisis debería abrirnos bien los ojos, porque la educación no forma parte de la Democracia sino del Capitalismo, y está al servicio de éste y no de aquélla.

Fig.1: La producción del Sistema Educativo
Que la educación está al servicio del mercado no debería sorprender a nadie. Todos admitimos que el Sistema Educativo debe proporcionar una formación adecuada para que las personas puedan integrarse en el mercado laboral con cierto grado de éxito en función de la formación recibida. Lo que no sabíamos, al menos no con tanta claridad como ahora, es que esa fue siempre su única función. Es difícil encontrar esto formulado de manera tan explícita y tan clara como en el Informe El valor económico del capital humano en España (Ivie-Bancaja, 2002): “Consideramos el sistema educativo como un sector económico cuya finalidad es combinar diferentes inputs para que los estudiantes adquieran capital humano (…). Los individuos adquieren capital humano para utilizarlos con fines productivos, y así aumentar el valor presente de sus rentas futuras” (fig.1). Desde este punto de vista, el sistema invierte y, por tanto, controla y diseña el Sistema Educativo ajustándolo a sus necesidades porque presupone una relación directa entre la formación de capital humano y su propio mantenimiento y desarrollo. De los muchos ejemplos que se podrían poner para ilustrar esto nos quedamos con dos: Uno, el Anteproyecto de Ley de Reforma Educativa, la Ley Wert que, en su versión de septiembre de 2012, arrancaba así: La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global”. Este texto ha quedado bastante suavizado en la versión definitiva de mayo de 2013 y ha sido relegado a la segunda página. El segundo ejemplo lo encontramos en la nueva asignatura optativa diseñada para Bachillerato en Castilla-La Mancha, Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial (DOCM, 26 de julio de 2012). Además de fomentar actitudes emprendedoras al alumnado, la nueva materia se propone como objetivos, entre otros, explicar y transmitir con rigor el papel del empresario, y su función decisiva en la creación de riqueza y generación de puestos de trabajo, dentro de un sistema de mercado, y fortalecer los vínculos entre el mundo de la empresa y el sistema educativo.

Fig.2: Camino a las competencias.
Los jóvenes y las competencias, UNESCO, 2012
Como una buena parte de la educación la financia el Estado, el Estado quiere resultados. Pero no resultados individuales que no le sirven para nada, del tipo, por ejemplo, haber aprendido griego como para leer la Ilíada en esa lengua aún escondida en la nuestra; o haber aprendido a degustar la pincelada de Caravaggio o a emocionarse con los acordes de Mozart; no, eso no vale, eso es puro entretenimiento. Quizá le valga al individuo pero no a la sociedad, y la sociedad quiere saber cuánto de lo invertido en nosotros puede recuperar. Es lo que llama “tasa de retorno”, lo que nos convierte en “capital humano” y nos hace útiles y utilizables, o, mejor, empleables. Eso es lo que quiere saber el sistema y quiere saberlo desde que somos pequeñitos, quiere saber exactamente qué somos capaces de hacer y qué no, y para ello ha elaborado una metafísica capitalista disfrazada de pedagogía que se llama “evaluación por competencias”. Además, ahora una prueba le dirá al Estado al final de cada etapa educativa si la inversión ha sido rentable o ha perdido el tiempo con nosotros, qué tipo de herramienta somos y en función de todo esto nos dará un papel que determinará cuál es nuestra posición dentro del sistema. El lenguaje de la pedagogía lo disfraza a su manera, pero el  informe antes citado del Ivie-Bancaja no se anda por las ramas: Bajo el concepto de capital humano se recogen aspectos relativos a los individuos, como la educación recibida, la experiencia laboral y la capacidad mental y física. La dificultad de cuantificar tales aspectos resulta evidente: habría que valorar no sólo el conjunto de los conocimientos adquiridos por cada individuo y su capacidad para aplicarlos, sino la capacidad para adquirir y aplicar en el futuro nuevos conocimientos. Todo ello debe ser computado, puesto que constituye el conjunto de recursos incorporados a los individuos, recursos que condicionan la capacidad productiva presente y futura de los seres humanos. Por si no estuviera suficientemente claro, el informe del Consejo Económico y Social, Sistema educativo y capital humano (2009), lo sentencia: Tales competencias, entendidas como el conjunto de capacidades, habilidades y actitudes, complementarias a las de carácter técnico, que contribuyen al mejor desempeño del puesto de trabajo, están adquiriendo una importancia creciente como factor de empleabilidad. La literatura especializada distingue ya tres tipos de competencias y nos señala el recorrido educativo necesario para adquirirlas: Básicas (necesarias para conseguir un trabajo que nos permita subsistir, o para continuar nuestra formación), transferibles (capacidad de resolver problemas,.. mostrar dotes de mando y evidenciar capacidades empresariales), y técnicas y profesionales (fig.2).

Así que, según la teoría del capital humano, cuanto mayor es el capital humano de un individuo, mayor es su empleabilidad, su participación en el mercado de trabajo, su movilidad funcional y geográfica y, por tanto, su productividad (El rendimiento del capital humano en España, Ivie-Bancaja, 2007). Pero aquí surge un problema: ¿cuál es el capital humano de un licenciado o un graduado en relación al de un bachiller o alguien que tenga sólo estudios primarios? Y, dado que el empresario cuando contrata a un trabajador lo que hace es comprar su capital humano a cambio de un salario, ¿a cuánto se paga el capital humano de un licenciado, o de alguien que sólo haya concluido la Secundaria? La solución, evidentemente, la tiene el mercado. El mercado decide qué parte del capital humano disponible será utilizado con fines productivos y fija su coste, de manera que, rizando el rizo, y suponiendo una relación directa y proporcional entre formación y salario, se asegura que el capital humano correspondiente a cada tipo de educación se reflejará en los salarios percibidos. Ni más ni menos. Eso sí, el mercado tiene muy claro que el capital humano de un universitario especializado en la filosofía moral del siglo XVI, o en ciertos tipos de análisis teóricos, no será el mismo que el de los especializados en materias más productivas. Por eso se critica con insistencia en este tipo de estudios los excesos permanentes de oferta en algunas titulaciones de humanidades, lo que indicaría una clara inadecuación de las universidades, a las necesidades del mercado. Según el estudio Universidad, universitarios y productividad en España (BBVA, 2012), un graduado en el área de ciencias tiene una probabilidad de ser activo 6,8 puntos porcentuales mayor que un graduado en Humanidades. La diferencia crece hasta 7,2 puntos en el caso de las Ciencias Jurídicas o Sociales, 5,5 puntos para las Ingenierías y otros estudios técnicos y 17,5 puntos para Ciencias de la Salud.  

Aquí es donde empezamos a intuir que la teoría del capital humano no funciona como debería. Incluso considerando a los institutos de Secundaria y a las Universidades como fábricas de mano de obra, de “capital humano”, en donde la cualificación, la utilidad y el precio final del producto dependen del escalón y el itinerario escogido por cada individuo, su cumplimiento exigiría la perfecta adecuación de la oferta con su demanda, es decir, que se fabrica la mano de obra que se necesita y para lo que se necesita, y ni uno más. Pero no es así. De las dos variables en juego, educación y mercado, como es la educación quien está al servicio del mercado y no al revés, se responsabiliza del desajuste a la educación, y es por ello objeto de interminables reformas, considerándolo siempre un modelo fracasado. Pero si examinamos las dos variables para el caso español, resulta difícil acusar a la educación y no a la economía del fracaso.

Fig.3: Evolución de la formación de la
población adulta en España 1997-2007
En 1964 sólo el 10% de la población en edad de trabajar (más de 16 años) tenía estudios medios o superiores. En el año 2000 este último grupo ya supone el 55% de la población. En el año 2007 el 29% de la población adulta (entre 25 y 64 años) tenía estudios universitarios. El 22% tenía estudios de bachillerato o de grado medio y el restante 49% estudios de Primaria o Secundaria (fig.3). A pesar de esto, las tasas de acceso a la Universidad (porcentaje de alumnos del total de cada año en edad de comenzar estudios universitarios) han ido bajando desde el año 2002, debido fundamentalmente a la fase expansiva de la economía en España basada en la construcción, lo que hacía más atractivo a los jóvenes el acceso temprano al mercado laboral. Desde 2008 y a causa de la crisis, las tasas de acceso han vuelto a subir, incluso por encima de los valores previos a la crisis, del orden del 52% (Panorama de la educación en España, OCDE, 2012).

Fig.4: Coste anual por trabajador
según el nivel de Formación
España es además el país donde menos diferencias salariales hay entre los distintos niveles educativos (fig.4) La diferencia entre un graduado universitario y una persona que tenga sólo estudios secundarios es del 47%, cuando en otros países es mucho más amplia, así, en Estados Unidos es del 110% y en Reino Unido del 89%. Un par de datos más. España es también el país con un mayor porcentaje de contratación temporal, más del 30%, el doble que la media de la UE-27, y este tipo de contrato afecta al 55% de los jóvenes entre 16 y 30 años. De manera que es también España el país con el mayor índice de sobrecualificación de Europa (fig.5). El nivel de la población empleada ocupando empleos por debajo de su formación en 2007 estaba en el 25%. La crisis elevó la cifra hasta el 40% en 2010.

Fig.5: Nivel de sobrecualificación en la OCDE
¿Fracaso del Sistema Educativo o de la economía? ¿Sobrecualificación o subempleo? Tenemos que pensar de otra manera. Hay que abandonar la teoría del capital humano para dar una explicación al caso español, pues nuestra economía, basada tradicionalmente en el sector servicios, especialmente en las actividades relacionadas con el turismo al que la etapa del ladrillo no es ajena, nunca demandó mano de obra cualificada, al menos no en las cantidades en las que ésta salía de las facultades. La existencia permanente de este fenómeno de la sobrecualificación, si seguimos utilizando el lenguaje que más interesa al sistema, prueba que la realidad está más cerca del credencialismo que del capital humano, en todas partes, pero con más claridad en España. Según esta teoría, la educación no aumenta la productividad de los individuos, sólo proporciona una señal a los empresarios sobre las posibilidades de su productividad. A falta de indicios externos que el empresario pudiera evaluar por sí mismo acerca de las posibilidades de un trabajador, acepta el título educativo como un indicio objetivo que le proporciona el sistema para distinguir a unos trabajadores de otros. De hecho, el empresario confía más en la experiencia que en la formación recibida por su empleado, por eso el primer empleo que el mercado le ofrece no tiene nada que ver con su formación, con lo que el fenómeno de la sobrecualificación se dará siempre, disminuirá en épocas de expansión económica y aumentará en épocas de crisis, pero nunca desaparecerá. Sólo con el tiempo, y previa evaluación directa del empresario, el trabajador podrá ir promocionando y alcanzando puestos y retribuciones salariales cercanas a su formación, que, a su vez, se ajustarán a la oferta de mano de obra de los individuos que compitan en el mercado laboral con sus mismas credenciales. El Sistema Educativo no es más que un mecanismo “objetivo y abierto” de selección de personal laboral puesto al servicio del mercado.

Dicho así, parece demasiado radical, pero de nuevo hay que fijarse en las políticas educativas y económicas puestas en marcha por el gobierno para comprobar de qué manera todo cobra sentido, y cómo se está llevando el proceso de ajuste entre la educación y las demandas reales del mercado laboral. Para empezar, nuestra economía sigue apostando por el turismo y el ladrillo, según se deduce de la Ley de Costas aprobada en 2012 mientras que el presupuesto en Investigación y Desarrollo sigue recortándose. Por eso al mercado la educación le ha parecido siempre un sistema demasiado caro, pues los beneficios sociales que espera obtener de la inversión realizada por cada individuo son menores a sus costes. Y de ahí la resistencia a aumentar los recursos en educación y la insistencia en negar una relación directa y sistemática entre recursos económicos y calidad de la educación. Y pretende convencernos que tanto o más importante que los recursos son la motivación y el esfuerzo de los profesores y los alumnos. Valor obrero donde los haya, y del engaño propio de la meritocracia, esta “cultura del esfuerzo”. Y por ahí van las políticas del ministro Wert, en disminuir los recursos destinados a la educación y exigir más esfuerzo a los que menos tienen. Se pretende con ello mantener un hipotético derecho a la educación pero impidiéndolo en la práctica a las clases más desfavorecidas, poniendo barreras económicas difíciles de superar en época de crisis. La primera barrera se encuentra ya en el examen de acceso a la Universidad, cuyo coste puede superar los 200 euros en algunas Comunidades. En la Rioja, donde cuesta 243 euros, el número de estudiantes que se presentó a las pruebas de este año ha bajado un 3,5%. Se han endurecido los requisitos para acceder y mantener las becas, y las tasas universitarias han subido considerablemente. En Madrid, Castilla y León, Canarias, Valencia, Castilla-La Mancha y Cataluña han subido entre un 20% y un 60%. La Jaume I de Valencia, en donde las tasas han subido un 33%, el número de matrículas ha bajado un 8,6%. En Madrid, la Comunidad más cara para estudiar, en las carreras de humanidades (las que “sobran”) la subida ha sido del 92%, mientras que para las de ciencias la subida es del 50%. Aunque las Universidades admiten los pagos fraccionados, los rectores calculaban que entre 20.000 y 30.000 estudiantes en toda España podían ser expulsados de la universidad…Pero el señor Ministro de Educación dijo en septiembre, y sin pestañear, que sólo eran 10.000 los estudiantes que podían quedar fuera del Sistema Educativo por no poder pagar las tasas ni tener derecho a una beca.

Otra vez, la crisis es la oportunidad perfecta para poner a cada uno en su sitio, pues lo que se pretende es devolver a las clases populares al lugar que ocupaban en el capitalismo del siglo XIX, y del que, al parecer, nunca debieron salir. 

lunes, 21 de octubre de 2013

El Estado de las Autonomías (y V): Crisis, jaque y mate.

Sí, con la crisis ha llegado el final del Estado de las Autonomías, porque, en la práctica, han dejado de tenerla. Puede decirse que ahora disfrutan de un régimen de Tercer Grado o de libertad vigilada. Aunque las llaves del calabozo las tiene Madrid, la orden de detención viene de Bruselas. Pero no hay que engañarse, el Estado de las Autonomías es sólo la víctima colateral, aunque necesaria, porque el objetivo a abatir fue desde el principio el Estado del Bienestar. El objetivo fue, y lo es hoy con más claridad que nunca, limitar el papel del Estado y reducir el tamaño del Sector Público hasta dejarlo en unas dimensiones tan diminutas, tan insignificantes, que no tenga más remedio que renunciar a prestar servicios a los ciudadanos, que es lo mismo que renunciar a garantizar sus derechos. Como si hubiera sido producto de una larga, paciente y meditada partida de ajedrez, y en sólo cinco movimientos, la crisis ha facilitado a la ideología neoliberal la última jugada, llevándose por delante servicios públicos, derechos, Autonomías y Estados.

Para entender cómo se ha llegado a la situación actual hay que tomar distancia, ver las cosas con perspectiva, reconstruir la partida de ajedrez para darse cuenta de que el jaque mate final viene montado sobre un caballo, el Fondo de Liquidez Autonómica que, como el caballo de Troya, se ha introducido en las Autonomías no para salvarlas sino para acabar con ellas.

Fig.1: Evolución de la deuda 2000-2012, El País
Los ciudadanos empezamos a perder la partida ya con el primer movimiento, cuando se impusieron como dogmas incuestionables los criterios de convergencia del Tratado de Maastricht de 1992[1]. Ninguno de ellos tiene una base científica que lo justifique. Que el déficit público no deba superar el 3% del PIB fue un invento francés, aplicado allí desde 1982, ideado por el Departamento del Presupuesto para contener las políticas expansionistas del primer mandato de Mitterrand, y fue ese el límite elegido porque coincidía exactamente con el déficit de ese año. Antes de Maastricht, lo normal era cuantificar el déficit público en relación a los propios ingresos también del Sector Público, porque una deuda sólo es grande o pequeña si es posible pagarla o no, y esto depende de los ingresos. El otro dogma, que la deuda acumulada no debía superar el 60% del PIB, surgió como un simple dato estadístico, pues era el valor medio de los 12 países que entonces formaban parte de la CEE. Según Eurostat, el valor medio de la deuda pública en la zona euro en 2009, antes de la crisis, era del 80% (fig.1). Seguramente nos parecerá absurdo cambiar el límite impuesto en el cumplimiento de una magnitud económica sólo porque cambien sus valores estadísticos, pues carece de una lógica científica que lo avale, y, sin embargo, con la misma absurda carencia de lógica se estableció la primera vez. No es difícil además encontrar muchas excepciones a esta supuesta regla. Quizá el caso más extremo y llamativo sea Japón, cuya deuda lleva más de treinta años superando el 100% de su PIB. En 1991 era de 131,8%, en 2005 subió hasta el 186,4%, y en 2011 escaló hasta el 230%. Pero, Japón, se dirá, tiene algo que España ya no tiene; una potente industria que respalda esa deuda. Es verdad, pero tiene además algo que ya ni España ni el resto de los países de la zona euro tienen, soberanía monetaria. Con esas dos ventajas Japón tiene poder para refinanciar la deuda con sus acreedores e incluso, si es necesario, su Banco Central puede intervenir en los mercados de deuda y comprar deuda propia para reducir el tipo de interés, algo que el Banco Central Europeo sólo ha hecho para evitar la quiebra de los países en crisis. De modo que nos hemos convertido, en la práctica, en usuarios y rehenes de una moneda sobre la que no tenemos control, y ese es el talón de Aquiles de Europa, el punto flaco que han aprovechado los “mercados” para forzar la quiebra de los países más débiles de la zona euro[2].

Así que, en realidad, los criterios de convergencia impuestos en Maastricht no tenían una justificación científica, sino disciplinaria. Simplemente, el BCE/Bundesbank no estaba dispuesto a hacerse cargo de los compromisos de gasto público de los países miembros (artículo 103) por lo que era necesario contenerlo. Pero, como afirma John Kenneth Galbraith y otros economistas, “el gobierno necesita el déficit, es la única manera de inyectar recursos financieros a la economía”. Y es perfectamente lícito y comprensible que un gobierno pueda endeudarse para financiar proyectos cuyos rendimientos a medio y largo plazo superan sus costes iniciales, y que en definitiva aumentarían la capacidad productiva del país. Y no sólo gastos coyunturales para la construcción de infraestructuras, sino aquellos gastos corrientes, estructurales, que redundarían también en su beneficio, como la Educación y la Investigación.

Pero ahora, la ideología neoliberal trata de convencernos de que “no podemos gastar lo que no tenemos”, y aprovechando la crisis aprieta aún más los corsés disciplinarios del gasto público y pretende dejar el déficit estructural en el 0,4% del PIB en 2020. Hay además otras razones menos confesables para reducir el gasto público y no generar demasiada deuda. Una es la de favorecer las exportaciones y a las grandes empresas cuyos ingresos dependen de ellas. El gobierno, el gasto público, es lo que crea demanda bancaria de títulos de deuda. Como la emisión es en euros, aumenta la demanda de euros y esto presiona sobre su cotización al alza en los mercados de divisas, lo que favorece las importaciones pero perjudica las exportaciones. Otra razón para hacer desaparecer el déficit estructural del Estado es provocar su retirada, forzarle a renunciar a prestar servicios públicos para dejar paso al sector privado. Y aquí llega el segundo movimiento. Una jugada sutil pero vital para el neoliberalismo porque, primero ha conducido a los Estados a un callejón sin salida, y luego les ha ofrecido una alternativa que le beneficia completamente: la colaboración público-privada (CPP).

Los principios de la CPP los expuso en 2004 la Comisión europea en el Libro Verde sobre la colaboración público-privada [COM (2004) 327 final].  En primer lugar, tomando el efecto por la causa, justifica la necesidad ineludible que tienen los gobiernos para acudir a esta fórmula: “Teniendo en cuenta las restricciones presupuestarias que han de afrontar los Estados miembros, este fenómeno responde a la necesidad que tiene el sector público de recibir financiación privada”. Y así, los Estados se irán vaciando progresivamente de sus funciones porque se ven obligados a recurrir “a operaciones de CPP para realizar proyectos de infraestructura, en particular en los sectores del transporte, la sanidad pública, la educación y la seguridad pública”. De manera que puede afirmar ya el documento, sin ningún pudor, y sin querer percatarse de la contradicción subyacente, que “las operaciones de CPP pueden contribuir a la creación de redes transeuropeas de transportes, ámbito en el que existe un enorme retraso debido, entre otras cosas, a la escasez de inversiones”. Increíble.
Fig.2: La CPP en Europa. Price Waterhouse  Cooper, 2006
Y es que, según el documento, “el desarrollo de la CPP forma parte de la evolución más general del papel del Estado en el ámbito económico, al pasar de operador directo a organizador, regulador y controlador”. ¿Pero, significa esto que el Estado ahorrará dinero con la CPP? Sorpresa; no: “Las operaciones de CPP no implican necesariamente que el socio privado asuma todos los riesgos derivados de la operación, ni siquiera la mayor parte de ellos”. Y en España lo hemos podido comprobar con el rescate a las radiales de Madrid, y con los modelos de colaboración elegidos para la atención sanitaria en Cataluña (la factura con los hospitales concertados asciende a 245 millones de euros al mes), Valencia y Madrid[3]. ¿Entonces, si no hay ahorro de dinero público, cuáles son las ventajas de la CPP? Si alguien tenía alguna duda acerca de la ideología que domina en las instituciones europeas, ahora podría despejarlas por completo. Para la Comisión se trata de “aprovechar en mayor medida los conocimientos y métodos de funcionamiento del sector privado en el marco de la vida pública”. El Parlamento considera que “la finalidad de los contratos de CPP es permitir que las entidades públicas se beneficien de la capacidad de concepción, construcción y gestión de las empresas privadas y, si procede, de su competencia financiera” (P6_TA-PROV(2006)0462); y el Comité de las regiones asegura que la principal ventaja de la CPP “consiste en una mayor responsabilización del sector privado, la financiación compartida, el aflujo de nuevas ideas, el uso de métodos de trabajo diferentes y el establecimiento de una relación a largo plazo” (2005/C 71/05). Como ocurre muchas veces, la gestión del Sector Público está en manos de los que menos creen en él.

Sobre esta relación a largo plazo, los empresarios de la CEOE encuentran otra ventaja (Informe sobre Modelos de Colaboración Público-Privada para la financiación de infraestructuras públicas, 2005), que se llama Equidad Intergeneracional, pues permite diferir a lo largo de la vida de la infraestructura, a los usuarios y contribuyentes, los costes de la construcción inicial. Efectivamente, esta equidad se alcanza cuando los ciudadanos que se benefician de una inversión soportan también sus costes, y éstos, beneficios y costes, se prolongan en el tiempo. Es decir, que las consignas que niegan las inversión pública directa (“no podemos gastar lo que no tenemos”, “no podemos dejarle a nuestros hijos nuestras deudas”), se convierten ahora en “equidad intergeneracional” cuando se trata de justificar la transferencia de dinero público al sector privado por un largo periodo de tiempo. Y esto, al parecer, no es deuda. Y es verdad, a efectos de contabilidad nacional no lo es. Llega así el tercer movimiento, una jugada maestra que obliga a los gobiernos, independientemente de su orientación ideológica, a emprender el camino de la CPP. Según el Sistema Europeo de Cuentas Nacionales y Regionales (SEC-95) estas transferencias quedan fueran del balance de la Administración y no computan ni como déficit ni como deuda, por lo que la Colaboración Público Privada se convierte en la puerta trasera, la única vía de escape que ofrece el mismo Sistema que ha impuesto el Pacto de Estabilidad Presupuestaria para poder sortear sus propias normas.

De modo que la fórmula CPP ha crecido en Europa desde la entrada en vigor del Pacto de Estabilidad, y entre 2001 y 2006 España era, después del Reino Unido, el país con mayor número de proyectos de CPP terminados y el cuarto en el total de proyectos incluidos los licitados, por detrás de Italia y Portugal (fig.2) Por Comunidades Autónomas el mayor crecimiento de Entes Públicos de este tipo se dio en Castilla-La Mancha (de 2 a 19, un 850% más), aunque fue Cataluña la que experimentó el mayor crecimiento absoluto, con 40 empresas más (de 70 a 110). En 2006, Cataluña, Madrid, País Vasco, Valencia y Andalucía concentraban la mitad de total. No obstante, aunque el Sector Público había ido disminuyendo de tamaño y los gobiernos delegando así las responsabilidades adquiridas con sus ciudadanos, nada parecía fuera de lo normal, es decir, todo estaba ajustado a la “norma”, pues el Estado y las Comunidades habían transitado por el único camino marcado.

Fig.3: Evolución de la carga financiera
de las Comunidades
La Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), de 1980, más de 10 años anterior por tanto a los criterios de convergencia de Maastricht, establece en su artículo 14 las condiciones de endeudamiento de las Autonomías para préstamos superiores a 1 año: que el dinero se destine a gastos de inversión y que la carga de la deuda anual (capital más intereses) no supere el 25% de sus ingresos corrientes. Además, establece que para operaciones de crédito en el extranjero y la emisión de deuda se requiere la autorización del Estado. Ninguna alusión al PIB como referencia para el déficit o la deuda. En la modificación que se hizo en 2001 y que se ha mantenido hasta hoy, ya se dice que para la referida autorización, el Estado tendrá en cuenta el cumplimiento del principio de estabilidad presupuestaria. Pero no será sino hasta la modificación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2007 cuando se haga explícita la referencia al PIB para el establecimiento de compromisos de deuda. Y en la última modificación de esta ley, la de 2012, ya se dice expresamente que el límite de deuda pública de cada una de las Comunidades Autónomas no podrá superar el 13% de su PIB regional. Pero si se analizan las cifras del endeudamiento de las Comunidades Autónomas en los años anteriores a la crisis se constata que, no sólo habían cumplido con la normativa, sino que habían disminuido su nivel de endeudamiento desde el año 2000, (fig.3), sin duda como resultado del desplazamiento de deuda de los presupuestos a las entidades de CPP. Si el nivel medio de endeudamiento sobre los ingresos era de un 6,8% en el 2000, en 2009 había bajado hasta el 4,5%. En este último año, las Comunidades con más carga financiera eran Madrid (7,4%), Baleares (7%) y Cataluña (6,4%). Tampoco puede decirse que las Comunidades hayan recurrido al endeudamiento para aumentar sus recursos, pues incluso contando con las posibles deficiencias en los sistemas de financiación que hubiera obligado a las Comunidades a acudir a esta fórmula, el volumen de los recursos por endeudamiento sobre el total de los ingresos se había mantenido hasta el 2008 por debajo del 4%. Expresada la deuda en relación al PIB regional, la media de las Comunidades desde el año 2000 y hasta el 2008 estaba entre el 6,4% y el 6,6%. Es sólo a partir de la crisis, cuando la deuda empieza a subir vertiginosamente: 8,5% en 2009; 10,5% en 2010; 12,4% en 2011.

Como ya se demostró en otro lugar[4], este aumento se debe a los propios efectos de la crisis y a los recortes en el gasto público intentando reducir el déficit. Pero como no se cansan de denunciar los economistas, esta es una política suicida. Galbraith lo dijo a finales de 2011 en una entrevista para el Washington Post. No se puede recortar gasto público sin recortar crecimiento económico, el recorte afecta al PIB, que cae, de manera que “no dispondrán de los ingresos fiscales necesarios para financiar siquiera un nivel más bajo de gasto…. La eurozona va al despeñadero”. Pero la eurozona y los que tienen el timón y toman las decisiones saben muy bien adónde van. Porque la crisis les ha dado la oportunidad para terminar la partida y acabar definitivamente con un Sector Público al que han estado debilitando durante más de 20 años.

Efectivamente, la deuda de las Comunidades Autónomas ha crecido debido a tres razones fundamentales: la caída de los ingresos tributarios, cercana al 25% (Ivie, 2012), la conversión de la deuda a proveedores en deuda financiera, y las ayudas del Estado a través del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA). El FLA es el mecanismo ideado por el actual gobierno para “ayudar” a las Comunidades a afrontar sus problemas de liquidez, más concretamente, el pago de sus deudas. Pero para que el FLA cumpla su objetivo real, las Comunidades deben tener problemas financieros y el gobierno se ha encargado de que los tengan. Estas son las dos últimas jugadas, el jaque, el irracional reparto del déficit entre las administraciones públicas; y el mate, el propio FLA y sus condiciones.

Fig.4: Distribución de gastos e ingresos
entra las Administraciones
Públicas, Fedea, 2012
En la Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012 (art. 13) se hace una distribución proporcional de la deuda en que pueden incurrir las Administraciones Públicas con respecto al PIB, reservándose la Administración Central el 44%, las Comunidades Autónomas el 13% y las Corporaciones locales el 3%. Aproximadamente una relación de 3 a 1 entre el Estado y las Comunidades. Para valorar si este reparto es justo y proporcionado a las responsabilidades de gasto de cada administración hay que recordar algunos datos (fig.4). Las Comunidades Autónomas concentran más del 50% de los todos los empleados públicos y son responsables del 35% del gasto total. De ese gasto, entre un 50% y un 60% de sus presupuestos está destinado a pagar la Educación y la Sanidad. La Administración Central emplea a un 20% de los Empleados Públicos y es responsable del 20% del gasto total. Como también es responsable de las pensiones y los subsidios de desempleo, hay que añadirle el 32% que supone este gasto, con lo que el Estado sería responsable del 52% del gasto total. Es decir, una relación de sólo 1,5 a 1, con lo que la distribución del déficit de 3 a 1 ya parece un poco injusta. Si además le añadimos la proporción de ingresos el agravio aumenta, porque, contando con los recursos de la Seguridad Social, el Estado ingresa 3,6 veces más que las Comunidades. Pero el verdadero estrangulamiento financiero de las Comunidades ha venido por el reparto que ha hecho el gobierno de los objetivos de déficit marcados por Bruselas. Si el objetivo de déficit para 2012 era del 4,5%, el gobierno se reservó para sí el 3,8%, lo que supone el 84,4% del total, mientras que a las Comunidades sólo se las dejaba endeudarse un 0,7%, es decir, el 15,6%. El reparto que ha hecho el gobierno del 6,5% del objetivo para 2013 no difiere mucho (fig.5). Se reserva un 5,2% (incluye la S.S; supone el 80%), y deja a las Comunidades un 1,3% (el 20%). En otras palabras, a las Comunidades Autónomas, siendo las que más responsabilidades de gasto social tienen, e ingresando tres veces menos recursos que el Estado, se les exige un esfuerzo de ajuste fiscal muchísimo más grande que el que se pide el gobierno a sí mismo, y todo esto, cuando, según los últimos datos (2º trimestre de 2013), de los 942.758 millones de euros de deuda, las Comunidades sólo son responsables de 193.296 millones, es decir, del 20,5%. Así pues…jaque a las Autonomías.

Fig.5: Déficit de las Comunidades. El País, 2013
Dada la importancia y el alcance del gasto social que gestionan las Autonomías, el gobierno podía haber optado por salvar a unos y a otras asumiendo en la parte proporcional que se había asignado del déficit el pago de los vencimientos más urgentes de su deuda. Así, durante un tiempo se especuló con la posibilidad de que este rescate se hiciese a través de hispanobonos. El Banco de España compraría deuda autonómica para que estas pudieran afrontar sus pagos. Esto hubiera sido lo más razonable si el objetivo hubiese sido salvar a las Autonomías y a los servicios públicos que prestan. Pero no es el caso. Alemania nos ha enseñado cómo se mete en cintura a toda Europa aprovechando la crisis, y este gobierno tampoco iba a dejar pasar la ocasión para hacer lo mismo con las Autonomías utilizando sus mismas técnicas, de modo que los hispanobonos quedaron descartados. Así que sólo quedaba rematar la partida con una jugada sorpresa, y nada mejor que utilizar el caballo, pues sus movimientos suelen pasar desapercibidos:  así  nació el Fondo de Liquidez Autonómico. Según la ley que lo regula, de julio de 2012, las Comunidades que acudan al Fondo deben someterse a los principios de “prudencia financiera” y utilizar el fondo exclusivamente para el pago de los vencimientos de deuda y otras operaciones de crédito que no puedan ser refinanciadas, pero no para el pago de gastos corrientes (salarios, educación, sanidad…). Para garantizar que esto sea así, el propio Estado, “en nombre y por cuenta de la Comunidad Autónoma, gestionará, con cargo al crédito concedido, el pago de los vencimientos de deuda pública de la Comunidad Autónoma, a través del agente de pagos designado al efecto”. Además, la Comunidad debe presentar un Plan de Ajusteque asegure el cumplimiento de los objetivos de estabilidad y de deuda pública, así como el reembolso de las cantidades aportadas por el Fondo de Liquidez Autonómico”, pues el préstamo del FLA se hace a un interés cercano al 6%. En cualquier caso, las Comunidades responden de las obligaciones contraídas con el Fondo mediante la retención de sus recursos del sistema de financiación si es necesario. Así pues, las Autonomías han dejado de ser autónomas.

Para estrechar más el cerco contra las Autonomías y obligarlas a acudir al FLA, el gobierno contó con la inestimable ayuda de las Agencias de calificación y de los bancos. Desde inicios de 2012, Fitch’s, Moody’s, y S&P bajaron la calidad de la deuda autonómica hasta dejarla en el bono basura, y los bancos, incluidos en el negocio del FLA de 2012, dejaron de prestar directamente a las Autonomías. De los 18.000 millones de euros de provisión inicial, los bancos (Santander, BBVA, Caixa, Bankia, Sabadell y Banco Popular) aportaban 8.000 millones. Ellos mismos confesaban lo contentos que estaban con el negocio: “Es más lógico que prefiramos prestar al FLA, que tiene garantía del Estado en lugar de a una Autonomía, cuya solvencia puede ser más baja” (El País, 30/8/2012). La provisión del FLA para 2013 es de 23.000 millones de euros, pero todo lo asume el Tesoro. El gobierno, a través del Instituto de Crédito Oficial, pidió al BCE 20.000 millones de euros al 1% para prestar a las Autonomías al 5%.

No sé si nos hemos enterado bien de la jugada: el préstamo del Gobierno a través del FLA aumenta la deuda de las Comunidades que luego el mismo Gobierno les exige bajar obligándolas a Planes de Ajuste y recortes en los servicios sociales básicos, y amenazándolas con intervenir la Comunidad y arrebatarles las competencias en los impuestos cedidos si no lo cumplen (El País, 1/7/2013). Por si no nos ha quedado claro, el Gobierno acaba de anunciar un nuevo recorte de 8.000 millones de euros que deben aplicar las Comunidades en los próximos dos años.

Ya está, jaque mate, fin de la partida.