lunes, 11 de marzo de 2013

Velos


Admitámoslo, Europa tiene un problema con el Islam. La presencia de inmigrantes musulmanes supone todo un desafío para el viejo continente. Pero no es ese tipo de desafío que muchos quisieran resucitar, el que se combate a lomos de un caballo blanco y gritando aquello de “¡Santiago y cierra España!”, porque cerrada la quisieran para este tipo de inmigración. No, es otro tipo de desafío, si cabe, más apasionante aún, pues en esta lucha Europa combate consigo misma. El reto al que nos somete la convivencia con los musulmanes podría formularse así: ¿Seremos capaces los europeos, tanto los Estados como los ciudadanos, de poner en práctica los principios y valores que tanto pregonamos? Yo tengo serias dudas de que estemos superando esta prueba con éxito, pero antes de responder es necesario recordarnos a nosotros mismos cuáles son esos valores.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su Artículo 18, dice que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. El Convenio Europeo de Derechos Humanos inserta este derecho fundamental en el artículo 9.1 y la Constitución Española en el artículo 16.1 dice que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Este mandato queda desarrollado en la Ley de Libertad Religiosa de 1980 aún en vigor. El gobierno socialista emprendió en su segunda legislatura la reforma de esta ley, en la que habían prometido abordar el polémico asunto de los símbolos religiosos en los espacios públicos, pero el proyecto fue aparcado en el verano de 2010, coincidiendo con una visita del presidente al papa Benedicto XVI y de que éste acusase al gobierno español de practicar un “laicismo agresivo”.

Aunque el concepto “laico” o “laicismo” no aparece en nuestra Constitución, —el artículo 16.3 sólo dice que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”—, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (TC) equipara de hecho ambos conceptos, “laicismo” y “aconfesionalidad”, pues en ambos casos al Estado se le exige la separación de toda confesión religiosa y la neutralidad ante la pluralidad de creencias que puedan darse en su territorio. Además, esta neutralidad debe manifestarse tanto de forma negativa (los poderes públicos no pueden perseguir ninguna creencia) como positiva (protección y colaboración con las distintas confesiones) “introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva que veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales” (STC 177/1996; 46/2001).

Fuente: Hadi, para Wikipedia, Alemania
Estos son los principios asumidos por todos los países de Europa, principios de pluralidad ideológica, de libertad de expresión y de respeto a las creencias individuales que son ya inherentes al sistema democrático, un sistema que consideramos, con razón, avanzado y digno de imitación, pues es el único que puede garantizar la tolerancia y, por tanto, la convivencia pacífica en sociedad. Pero, siempre hay un pero, va a ser verdad eso de que “del dicho al hecho va mucho trecho”, porque, habiendo asumido la democracia como un signo de identidad de Europa, la misma Europa se puso a temblar cuando Turquía solicitó el ingreso en la Unión Europea, y entonces se puso a buscar algún ingrediente más que añadir a su identidad para poder cerrarle la puerta a los turcos, más pobres, sí, pero, sobre todo, más musulmanes. Entonces se estaba redactando la malograda Constitución Europea y fueron muchas las voces que exigían que se incluyese el papel que el cristianismo había tenido en la configuración del Continente. Una de esas voces fue la del entonces, y ahora de nuevo, Joseph Ratzinger. En agosto de 2004 opinaba que el ingreso de Turquía en la U.E sería un error, pues siendo el cristianismo una parte importante de la identidad europea, “Turquía estaría en contradicción con la identidad cristiana de Europa”. En el preámbulo de la Constitución, finalmente, sólo se hacía referencia a la “herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho”. A pesar de esta renuncia explícita al pasado cristiano de Europa, caben pocas dudas de que ese mismo pasado sigue velando en la sombra por esa pretendida identidad europea basada en la raza, en la cultura y en la religión, y no en los valores y principios democráticos de los que tanto presume (la Constitución fue aparcada y Turquía aún es candidata). La sala de los Museos Capitolinos, en Roma, donde se firmó la Constitución, es todo un símbolo que no tiene desperdicio. Como tampoco lo tiene la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de marzo de 2011 por la que se permitía la presencia de los crucifijos en las aulas italianas asegurando que, aunque “el crucifijo es un símbolo religioso”, “no hay ninguna prueba de que su visión en los muros de un aula escolar pueda tener influencia sobre los alumnos”. La sentencia revocaba otra anterior de noviembre de 2009 dando la razón al Estado italiano que consideraba el cristianismo y el crucifijo como partes sustanciales e inseparables de la cultura de Italia. El cardenal Gianfranco Ravesi se apresuró a celebrar el fallo del tribunal, afirmando que “el crucifijo es uno de los grandes símbolos de Occidente” y que, siendo el cristianismo “un elemento fundamental y absolutamente relevante de Occidente”, si “Europa pierde la herencia cristiana, pierde también su propio rostro”.

Si se analizan las sentencias del TEDH se descubre una tendencia a dar la razón a los países, a justificar las restricciones que hacen de los derechos fundamentales basándose en la dificultad de establecer criterios fijos en materia de libertad religiosa para todos los integrantes de la U.E, dada la distinta y, según el tribunal, legítima relación que cada país haya establecido sobre la materia. Es como si se lavara las manos, diciendo, “puesto que estamos en democracia, haced lo que creáis para salvaguardar cada uno el concepto de democracia que crea más conveniente”. Claro que el Tribunal lo dice de otra manera: “Cuando están en juego cuestiones relativas a la relación entre el Estado y las confesiones religiosas, respecto de las cuales las opiniones en una sociedad democrática pueden diferir ampliamente, debe concederse una importancia especial al papel del órgano nacional (...). Consecuentemente, las normas en esta esfera variarán de un país a otro según las tradiciones nacionales (…). Por tanto, la elección de la extensión y la forma de tales regulaciones debe dejarse inevitablemente hasta cierto punto al Estado interesado, puesto que dependerá del contexto doméstico” (Leyla Sahin contra Turquía).

Campaña contra los minaretes en Suiza
Y cada país ha establecido así sus propias normas. En Alemania, el Tribunal Constitucional dictaminó en septiembre de 2003 a raíz del caso Ludin la posibilidad de que cada Länder pudiera legislar y prohibir el velo islámico. Pero la prohibición debía partir de los parlamentos democráticamente elegidos y no de los tribunales. Y esto, a pesar de haber dado la razón a Fereshta Ludin, una profesora de origen afgano y nacionalidad alemana, de que se había violado su derecho a la libertad religiosa cuando el Tribunal de Stuttgart le prohibió dar clase con el velo puesto. Durante 2004, en los estados alemanes de Baden-Württemberg, Baja Sajonia, Berlín, Hesse y Baviera se aprobaron leyes contra el velo. En Francia, se prohibió en marzo de 2004 el uso del velo y de cualquier otro símbolo religioso que pudiera considerarse “ostentoso”, a pesar de que el Consejo de Estado había dictaminado en dos ocasiones, en 1984 y en 1992, que el uso del velo no era incompatible con el principio de laicidad del Estado. La norma es aplicable en la enseñanza Primaria y Secundaria, pero no en la Universitaria. Y en septiembre de 2010 se prohibió el uso del velo integral, niqab o burka, en los espacios públicos. La ministra de Justicia argumentaba que “el velo integral disuelve la identidad de una persona en la de una comunidad…vivir juntos supone la aceptación de la mirada del otro, no es simplemente una cuestión de seguridad o de religión”. En Bélgica también está prohibido el uso del velo integral desde junio de 2011, aunque sin citarlo explícitamente. Sólo se dice que se prohíbe a las personas “presentarse en espacios públicos con la cara disimulada o tapada enteramente, de tal forma que no se pueda identificar”. Un año antes, en noviembre de 2009, Suiza prohibió en referéndum la construcción de minaretes en las mezquitas. En el resto de países de la Unión Europea aún no hay leyes estatales que zanjen de una manera o de otra el debate sobre los símbolos religiosos del Islam. En el Reino Unido un Dictamen de la Cámara de los Lores publicado en marzo de 2006 sentenciaba que no podía considerarse violado el libre ejercicio de las creencias religiosas si una persona acepta un empleo o cualquier otra función si previamente conoce las condiciones del lugar en el que va a trabajar o estudiar, pues, “el derecho a la libre expresión de las creencias religiosas no se prolonga sobre cualquier tiempo y lugar”. De esa manera, da vía libre a las escuelas para decidir qué tipo de indumentaria permitían o no a sus alumnos.

Y en España… ¿qué pasa en España? Parece que la historia vuelve a pesar sobre nosotros, y que esa fiesta  de “moros y cristianos” que nos la recuerda cada año, muchos están empezando a tomársela muy en serio. Muchos españoles tienen la sensación de que estamos sufriendo una nueva “invasión” y se visten el hábito de cruzado para combatirla. Sin embargo, los datos parecen no avalar la existencia de una "nueva invasión", que requiera de una "nueva reconquista". Según datos del INE de enero de 2012, de un total de 5.711.040 extranjeros, de Marruecos procedían 783.137 personas, lo que supone un 13,7% sobre el total de la población inmigrante, y puesto en relación a la población total de España en ese año (47.212.990) resulta que suponen un 1,65%. Según el Estudio Demográfico de la Población Musulmana en España, realizado por el Observatorio Andalusí, si a esa cantidad le sumamos los musulmanes de otras nacionalidades tenemos un resultado de 1.157.687. Y si, por último, sumamos los 513.942 musulmanes españoles, tenemos un total de 1.671.629 millones de musulmanes, casi un 3% de la población. En un país donde todavía, según la última encuesta del CIS, un 72,6% de la población se declara católica, no parece que el islam sea una amenaza. También es verdad que las sensaciones están más justificadas en aquellos lugares donde hay mayor concentración de musulmanes. Cataluña está a la cabeza, con casi 450 mil, le siguen ya a bastante distancia Andalucía (266.421), Madrid (249.643) y Valencia (176.053). No es de extrañar, por tanto, que sea en estos lugares donde el debate sobre las manifestaciones de la religiosidad musulmana en el marco de nuestra democracia hayan sido más enconados que en otros sitios. En los últimos años ha aumentado considerablemente la oposición vecinal a la construcción de mezquitas, y el ayuntamiento de Lleida aprobó en mayo de 2010 una ordenanza municipal por la que se prohibía el uso del velo integral en lugares públicos argumentando que atentaba contra la dignidad de las mujeres, era discriminatorio, impedía su integración y vulneraba el principio de igualdad entre sexos. Como es sabido, el Tribunal Superior de Justicia ha anulado este febrero pasado la ordenanza de Lleida. El Tribunal no se pronunciaba sobre la posibilidad de que en el futuro el Parlamento español pudiera aprobar una ley prohibiendo el velo, se limitaba a recordar que sólo mediante una ley estatal podían restringirse las libertades consagradas en la Constitución, pero en ningún caso mediante una ordenanza municipal.

Fuente: Público, 11 de octubre de 2009
El debate, por tanto, sigue abierto y, como decíamos al principio, lo apasionante del tema estriba en encontrar argumentos para restringir las libertades individuales, en este caso, para limitar las expresiones de la religiosidad musulmana. Porque, a pesar de todo lo dicho anteriormente, la búsqueda no es tarea fácil, y no tanto porque tengamos que respetar sus creencias, como para no violar nuestros propios principios, pues la aceptación de la democracia como marco de convivencia nos impone las condiciones y las normas de esa búsqueda. Dicho de otra manera, nuestro punto de partida, y el de llegada, debería ser la democracia, defender los valores inherentes a la democracia sin salirnos de ella.

Las condiciones, establecidas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y recogidas en las leyes españolas, nos recuerdan que “el ejercicio de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguarda de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública” y “siempre que el recorte que experimenten sea necesario para lograr el fin legítimo previsto y proporcionado para alcanzarlo”. Partiendo de estas condiciones la búsqueda de esos argumentos se presenta ardua, tanto, que todos los alegados hasta ahora han sido desmontados por los tribunales. Aunque todos tienen relación entre sí, podrían reducirse a cuatro, y sus objeciones podrían aplicarse tanto a la restricción del velo como a la construcción de mezquitas, aunque en distinto grado.

Uno: La libre expresión de las formas exteriores de la religión musulmana provocan un choque cultural evidente con las costumbres occidentales. Es el argumento más débil de todos. Porque en democracia hemos asumido la pluralidad y la diversidad de valores y creencias, incluyendo, claro está, la dimensión externa de estas creencias, que deben poder manifestarse con plena inmunidad de coacción por parte del estado o de cualquier grupo social. Es aquí donde cobra sentido el concepto de tolerancia, que no es otra cosa que la aceptación de las diferencias de unos ciudadanos con respecto de otros, por muy distintos que sean ideológica, religiosa o culturalmente. De modo que, aunque el “choque”, la diferencia, es real, las leyes no están para resolver las diferencias evitando la confrontación ocultando o eliminando la “visibilidad” de la que le es menos propia.

Dos: La prohibición se hace para salvaguardar el orden público y los derechos fundamentales de los demás. La defensa que hacía el ayuntamiento de Lleida para prohibir el burka decía lo siguiente: “En nuestra cultura el ocultamiento del rostro en la realización de actividades cotidianas produce perturbación en la tranquilidad, por la falta de visión para el resto de personas de un elemento esencialmente identificativo cual es la cara de la persona que lo oculta”. Aquí lo difícil es demostrar objetivamente que se protege el orden público prohibiendo el velo o la erección de una mezquita porque, de lo contrario, se perturba la tranquilidad de terceras personas. Como la salvaguarda del orden público se ha convertido en un comodín por el uso y abuso de algo que debería ser absolutamente excepcional, el Tribunal Constitucional ya advirtió que “el orden público no puede ser interpretado en el sentido de una cláusula preventiva frente a eventuales riesgos, porque en tal caso ella misma se convierte en el mayor peligro cierto para el ejercicio de ese derecho de libertad”, y que “sólo cuando se ha acreditado en sede judicial la existencia de un peligro cierto para «la seguridad, la salud y la moralidad pública», tal como han de ser entendidos en una sociedad democrática, es pertinente invocar el orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad religiosa y de culto” (STC 46/2001). De manera que, por muy poco que nos guste ver mujeres vestidas con el burka por la calle, es muy difícil probar que eso mismo “provoque consecuencias físicamente evaluables que puedan perturbar la tranquilidad de los demás, como ruido, emanaciones de gases o fluidos, emisión de ondas magnéticas…”. Por lo que se refiere a la “intranquilidad” que produce no ver el rostro de otra persona, el fiscal que defendía ante el Tribunal Superior la anulación de la ordenanza de Lleida, aseguraba, no sin sorna, que esto sólo podría entenderse si construimos “un derecho a ver el rostro de otro, que supone la negación del derecho de cada cual a exhibirlo”. Por supuesto esto no afecta a la obligación de toda persona a identificarse cuando es titular personalizado de un derecho o de un servicio público.

Tres: El velo es un símbolo de discriminación y de opresión de la mujer. Todos los tribunales, y no sólo los españoles, nos alertan contra una interpretación generalizada y unilateral de los símbolos. Dada su naturaleza subjetiva y ambigua, su significado sólo debería establecerse en relación a la persona que lo usa. Si no, corremos el riesgo de asumir una posición de superioridad cultural e imponer una interpretación “occidentalizada” en objetos de culturas ajenas, sin tener en cuenta, o simplemente despreciando la voluntariedad y la libre elección de quien lo porta. Podríamos de esa manera sustituir una supuesta imposición, la de llevarlo; por otra, la de quitárselo. En este sentido, dado que la prohibición afectaría a mujeres adultas, el TS pone en cuestión la coacción externa, ya sea explícita o implícita, pues como vivimos en un estado democrático y de derecho, “la mujer en él tiene a su disposición medidas adecuadas para optar en los términos que quiera por la vestimenta que considere adecuada a su propia cultura, religión y visión de la vida, y para reaccionar contra imposiciones de las que, en su caso, pretenda hacérsele víctima, obteniendo la protección del poder público”.

Cuatro: La prohibición facilitaría la integración en nuestra sociedad. En primer lugar habría que aclarar qué entendemos por “integración”, pues no son pocos los que interpretan este concepto más bien como “desintegración” y “disolución” de la cultura ajena en la propia de manera que desaparezcan las diferencias. Pero integración es equivalente a “no marginación” del inmigrante, a permitirle llegar en condiciones de igualdad con la sociedad de acogida tanto para asumir sus deberes como para disfrutar de sus derechos. Por eso, insisten todas las sentencias, hay que pensar en los efectos no deseados pero reales de las prohibiciones. Recuérdese que las limitaciones de los derechos fundamentales deben ser “necesarias” y acordes con el “fin legítimo previsto”. La prohibición del velo, del hiyab, en las escuelas, puede provocar el absentismo escolar entre las niñas musulmanas, por eso prevalece su derecho a la educación, una herramienta más poderosa, pero sí, también más lenta, para lograr en un futuro su integración, entendida incluso como una relajación, cambio o abandono de sus creencias y convicciones que, en cualquier caso, debería ser individual y voluntaria. Con el velo integral habría que razonar de la misma manera, por más que nos pese ver a mujeres por la calle con una cárcel puesta que anula su sociabilidad. Sobre estos efectos contraproducentes de las prohibiciones advertía la Comisión Europea en una Recomendación sobre Islam, Islamismo e Islamofobia publicada en 2010. El comisario europeo de derechos humanos criticaba así las prohibiciones aprobadas en Francia y en Bélgica: “Estamos indignados con razón con los regímenes que imponen el velo integral a la mujer. Pero atacando a la mujer y sancionándola no se resuelve el problema. Lejos de lograr la integración de las mujeres que se cubren con él se fomenta su exclusión social”. El TS razonaba de la misma manera: “En los estudios doctrinales sobre la justificación de una prohibición de tal tipo no es infrecuente resaltar el riesgo del efecto perverso que pueda derivarse de la misma: el enclaustramiento de la mujer en su entorno familiar inmediato, si decide anteponer a otras consideraciones sus convicciones religiosas; lo que a la postre resultaría contrario al objetivo de integración en los diferentes espacios sociales, y en suma, en vez de servir a la eliminación de discriminaciones, pudiera contribuir a incrementarlas”.

Así pues, el reto sigue vivo. Habrá que seguir buscando argumentos que justifiquen sin ningún género de duda las limitaciones o prohibiciones que en un futuro se establezcan al libre ejercicio de las creencias religiosas de culturas tan alejadas de la nuestra como la musulmana. Pero hay que hilar muy fino, porque, como hemos visto, la democracia nos impone unas estrictas reglas para poder hacerlo. A no ser, que nos liemos la manta a la cabeza, o que seamos nosotros los europeos los que nos pongamos el velo para ocultar nuestras convicciones, y admitamos, sin pudor, que la única forma de defender nuestros valores es renunciando a ellos.