miércoles, 10 de julio de 2013

El Estado de las Autonomías (I): Café no, democracia para todos.

En su discurso a las cortes constituyentes de la Segunda República del 4 de septiembre de 1931, Ortega y Gasset decía: “No pido la organización de España en grandes regiones por razones de pretérito, sino por razones de futuro”. Pretendía con ello ofrecer la mejor solución relativa posible al “problema catalán”, esa “pequeña isla de humanidad arisca”, como la calificó en otro discurso de mayo de 1932 en el que se debatía la autonomía para Cataluña: “Y una vez que imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías regionales, entonces me volvía al problema catalán (…) y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos creado el alvéolo para alojar el problema catalán…y lo habríamos puesto en su justa medida. Por otra parte, Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su nacionalismo”. Pero Ortega conocía muy bien la historia, y por eso afirmaba que el problema catalán no es un problema que se pueda resolver, sino sólo “conllevar”: “Lo único serio que unos y otros podemos intentar es —decía— arrastrarlo noblemente por nuestra Historia”.

Y aquí estamos de nuevo, arrastrando el mismo “problema”, pero no es Cataluña el problema, el problema es España, el problema es que llevamos más de cinco siglos discutiendo qué cosa sea este “sustento geográfico” que acoge a catalanes, vascos, gallegos, navarros, castellanos, andaluces, aragoneses y valencianos; y el problema es, en fin, que la crisis actual y el desconocimiento de la historia y de lo que somos amenazan con otro castigo histórico; o recentralización o separatismo, y nunca ha habido lo uno sin lo otro, como Caín y Abel. Otra vez, como aventuraba Ortega, estamos frente a frente, “la España arisca y la España dócil”.

Y, sí, la Historia nos castiga. “A la democracia en España”, decía Miguel Roca en mayo de 1978, “no se le ha dado la oportunidad de asentarse, se le ha negado el derecho al error”; y especialmente en estos dos últimos siglos, la historia nos ha castigado con pronunciamientos militares, golpes de estado y dictaduras, y la última nos ha durado todo un Tránsito por el desierto. Por eso, aseguraba Roca, era necesario abrir en España un proceso constituyente “para reencontrar la historia interrumpida”, pues, de otro modo, “sería tanto como negar la historia y decir que todo empezó en 1939”. Pero la discusión de qué cosa sea España para encontrar una organización territorial y administrativa acorde a esa realidad supuesta o admitida no empezó en 1939, ni, por supuesto, en 1977, como algunos creen, ni siquiera en la República de 1931; empezó hace ya más de cinco siglos, con los Reyes Católicos. Ya entonces se decía que la monarquía española era “un cuerpo unificado de muchos elementos y trozos”,  pero Castilla era en realidad el cuerpo de España, “pues las demás regiones son los pies y los brazos”. Afirmación que recuerda aquella otra de Ortega en La España invertebrada: “No se le dé más vueltas, España es una cosa hecha por Castilla (…) nada hay tan conmovedor como reconstruir el proceso incorporativo que Castilla impone a la periferia peninsular. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar”. Y aunque Castilla supo imponer y mandar, en realidad, a duras penas, lo importante es que desde entonces quedaron asociados en nuestra historia, la de las ideas y los hechos, dos binomios antagónicos: centralismo-absolutismo versus federalismo-democracia. Y las Cortes constituyentes de nuestra reciente democracia (del 26 de octubre de 1977 al 31 de octubre de 1978) más se parecían a una facultad de historia que a una asamblea de representantes del pueblo. Allí se trajo a la memoria la unión “federal” de Castilla y Aragón, y el centralismo de Felipe II, del Conde-Duque de Olivares y de Felipe V, para los catalanes, “de mala memoria”. También se recordaron los debates constituyentes de la Segunda República y los que rodearon la aprobación del estatuto catalán de 1932, Azaña, Ortega….y, por supuesto, la dictadura de Franco. Por eso, pocas dudas tenían nuestros constituyentes de que restaurar la democracia en España pasaba ineludiblemente por restaurar el Estado de las Autonomías. Jordi Pujol en su discurso en el pleno del Congreso del 27 de julio de 1977, pedía a la cámara, en la “euforia del encuentro con la democracia”, que reflexionase sobre un hecho “incontrovertible"; y es que “autonomía y democracia en España son inseparables”. Y así lo admitieron todos los grupos representados en la cámara sin excepción. La futura constitución democrática debía definir “un marco autonómico capaz de responder generosamente a las aspiraciones y derechos de los diversos pueblos que componen España”, como defendía Felipe González en el mismo pleno. Mientras que la descentralización se admitía ya como un principio indiscutible de la restauración de la democracia, las constantes alusiones a la dictadura de Franco levantaba ampollas entre los diputados de Alianza Popular. Manuel Fraga consideraba “de escasa utilidad para España el debatir lo ya pasado”, y se negaba a “participar en infecundos debates retrospectivos”. Visiblemente molesto, se negaba a “recordar cada día nuestra lealtad a una época que ya sólo la Historia puede juzgar, y que, en su conjunto, consideramos una etapa relativamente positiva para la historia de España”. Licinio de la Fuente, antiguo ministro de trabajo de Franco, en la sesión del 12 de mayo de 1978 decía sentirse profundamente dolido “porque para defender determinadas posturas se tenga que estar ofendiendo, desnaturalizando y tratando injustamente lo que ese régimen ha hecho en España, cuyo balance todavía es pronto para conocerlo”.

Los miembros de la Ponencia Constitucional
Con la restauración de las Autonomías se pretendía además avanzar en el proceso democrático, llevarlo hasta sus últimas consecuencias posibles para hacer realidad el concepto de Soberanía Popular, pues se trataba de acercar la democracia a los ciudadanos para hacerlos partícipes y responsables de la gestión de los asuntos que les afectaban directamente. Pero no se trataba de un  regionalismo impuesto desde arriba, como se hizo en la Primera República, o como también defendía Ortega, como medio para movilizar en “vitalidad pública a los pueblos cansinos”, sino de un regionalismo surgido desde abajo, rescatando las mismas intenciones de la Segunda República, un mecanismo de devolución y redistribución del poder político y económico entre todos los ciudadanos. Quien mejor lo expresó, sin duda, fue el diputado de la Candidatura Aragonesa Independiente, Hipólito Gómez de las Roces. “La regionalización permitirá una mayor participación democrática en la gestión pública, enriqueciendo la existencia de centros de decisiones ejecutivas y aproximando la solución del problema a la base que lo padece, de suerte que todos también nos sintamos responsables y no sólo acusadores”. Pero, advertía, el tema autonómico debía abordarse “con generosidad”, de modo que fuese posible alcanzarlo para todos los territorios, pues “la igualdad que tanto predicamos exige que las autonomías se construyan alejando cualquier sombra de privilegio”.

Se mostraba así el apoyo a un proceso que ya estaba en marcha, pues, al mismo tiempo que en las Cortes se discutía el modelo de Estado y el proyecto de Constitución para la naciente democracia, el gobierno de UCD procedía a la restitución de las Autonomías aprobadas por la Segunda República, y por ello consideradas “históricas”. Así, el 29 de septiembre de 1977 se restituyó la Generalitat de Cataluña y se promovió la vuelta de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas. A su toma de posesión, el 24 de octubre de 1977, acudió el presidente Adolfo Suárez: “Hoy es un día histórico para Cataluña y para España (…) por primera vez desde hace siglos el hecho catalán se aborda desde el Gobierno de la Monarquía y desde Cataluña sin pasiones, sin enfrentamientos,… si fue Felipe V quien firmó el Decreto de Nueva Planta que anulaba las instituciones autonómicas, ha sido el rey don Juan Carlos I quien las ha devuelto”.  En diciembre de 1977 se concedió igualmente la preautonomía para el País Vasco, y en marzo del año siguiente le llegó el turno a Galicia. Algunos sectores de la derecha, e incluso dentro de la propia UCD defendían detener aquí el proceso autonómico, pero el hacerlo extensible a todas las regiones que la solicitasen fue defendido con tenacidad por Manuel Clavero Arévalo, presidente del Partido Social Liberal Andaluz, y Ministro para las Regiones desde julio de 1977. El ministro era partidario de la fórmula “Autonomía para todos”, que luego se convirtió en la más conocida del “café para todos”, y que ahora se utiliza de forma despectiva para menospreciar demasiado alegremente todo el proceso descentralizador llevado a cabo por el gobierno de la Transición. Pero entonces, la fórmula “Autonomía para todos” se caracterizaba, en palabras del propio ministro, “por el reconocimiento del derecho de autonomía para todos y por la ausencia de privilegios y discriminaciones para nadie”. Y así, antes de la redacción y aprobación de la Constitución, entre marzo y abril de 1978 se aprobaron las preautonomías de Valencia, Aragón, Canarias, Andalucía, Baleares, Extremadura y Castilla y León. Luego vinieron todas las demás.

Al mismo tiempo que el gobierno impulsaba este proceso autonómico, en las Cortes se debatía el proyecto de Constitución. El primer obstáculo importante que hubo que salvar fue el referido al artículo 2. En él se definía el modelo de Estado, y de él dependía el tipo y el alcance de la descentralización que se desarrollaba en otros artículos y que, de todas formas, ya estaba en marcha. En el anteproyecto de Constitución el artículo decía: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos, y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”. Fraga presentó un voto particular en contra de la introducción del término “nacionalidades”, pues, a su juicio, el término “región autónoma” era más que suficiente para describir la base geográfica e histórica de las autonomías, y era el único término empleado en la Constitución de 1931: “No puede aceptarse más que una Nación, España; y una nacionalidad, la española. Lo otro nos lleva a planteamientos tan complejos, delicados y cargados de dificultades de futuro como el principio de las nacionalidades o el derecho de autodeterminación, que sería deseable evitar, al servicio de la sagrada e indestructible unidad de España”. También el filósofo y senador Julián Marías puso el grito en el cielo porque en el anteproyecto no aparecía por ningún lado el concepto Nación vinculado a España, arrojando por la borda, decía, y “sin pestañear, la denominación cinco veces centenaria de nuestro país. Me pregunto hasta dónde puede llegar la soberbia -o la inconsciencia- de un pequeño grupo de hombres, que se atreven, por sí y ante sí, a romper la tradición política y el uso lingüístico de su pueblo, mantenido durante generaciones y generaciones, a través de diversos regímenes y formas de gobierno”. Las presiones ejercidas desde dentro y desde fuera de la Cámara tuvieron efecto, y el artículo quedó tal cual lo leemos hoy, recordemos: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas  ellas”. Como se ve, todo un texto de consenso que, por contentar a todos, no gustaba a nadie,…. y por eso se aprobó. Al senador vasco Juan María Bandrés, el artículo le recordaba “la grandilocuencia de las peores etapas franquistas”. El término “nacionalidades”, que tan poco gustaba a los diputados de Alianza Popular, era una concesión a la minoría vasco-catalana que pretendía así reconocer un grado más elevado de identidad cultural, por encima del que pudieran tener el resto de las llamadas “regiones”. Y aunque socialistas, comunistas, y los diputados de UCD con el gobierno a la cabeza, pretendían limitar el alcance del término nacionalidades únicamente “como expresión de identidades históricas, lingüísticas y culturales”, para catalanes y vascos era la aceptación de una realidad que consideraban indiscutible, que España era un Estado plurinacional, y que el término nacionalidades, como temían los diputados conservadores, se refería a “naciones sin Estado” que podían más adelante reclamar el derecho de autodeterminación. A andaluces y aragoneses les molestaba el término nacionalidades en la Constitución, no por el peligro de separación que conllevaba, sino por el privilegio y distinción que admitía. Gómez de las Roces, de Candidatura Aragonesa Independiente, se preguntaba: “¿Qué serán las nacionalidades que no serán las regiones, si en el anteproyecto de Constitución no se dice que vayan a ser otra cosa?”. La réplica, la daba el diputado de Esquerra Republicana de Cataluña, Heribert Barrera: “Es una trampa peligrosa crear conmensurables nacionalidades y regiones; lo son en dignidad y en derechos, evidentemente, pero no en naturaleza ni en aspiraciones”.

Hoy, al amparo de la crisis económica que padecemos, esas aspiraciones han vuelto al primer plano de la política española y han resucitado el debate tantas veces interrumpido, acallado o aplazado, que es en realidad lo que hizo la Constitución de 1978. Entonces se creó un modelo de Estado en parte centralizado, en parte regionalizado, y en parte federalizado. Y los que defendían un modelo de Estado federal aceptaron la Constitución como un adelanto histórico frente a la dictadura reciente que aún proyectaba su sombra sobre la democracia, y “porque un día podía ser federal, ya que es federable”. Intentando encauzar esas aspiraciones el PSOE acaba de presentar una propuesta de reforma de la Constitución para hacer de España un Estado federal, dentro de su programa de renovación general al que llama “Ganarse el futuro”. Pero sus detractores creen que es ir hacia atrás, y recuperan el argumento con el que Miguel de Unamuno se oponía al federalismo en España en 1931: “Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido”. Y como respuesta a las ideas y a los mecanismos de recentralización económica impulsados desde Madrid para contener el gasto de las Autonomías, Esquerra Republicana de Cataluña ha presentado a su vez una ponencia en la que defiende la instauración de una República independiente. Y de nuevo ha estallado el debate. Aún estamos discutiendo lo que es o no es España. Quizá, como reclamaba Xabier Arzalluz en el debate al anteproyecto constitucional en mayo de 1978, “es evidente que por encima de las denominaciones hemos de encontrar el encaje exacto de las realidades sin discutirlas, ensamblándolas convenientemente. Porque todo ello es posible”.