lunes, 4 de noviembre de 2013

Capital humano

El concepto mismo, “capital humano”, ya produce bastante inquietud. Admite de entrada que el ser humano ha de servir para algo, y que su valor dependerá de aquello que podamos obtener de él. El ser humano es una inversión, una más dentro del sistema, y su rentabilidad vendrá igualmente determinada por el binomio coste-beneficio. De modo que, desprovisto así de valor propio o intrínseco, el ser humano ha pasado a convertirse en un medio, en una pieza más del sistema y no precisamente la más importante. Ahora se parece más a la “herramienta animada” de la que hablaba Aristóteles refiriéndose a los esclavos, o a las “herramientas parlantes” de Varrón. Y el Sistema Educativo es quien, naturalmente, se encarga de fabricar estas herramientas. Durante un tiempo llegamos incluso a pensar que la Educación era un derecho, un medio para borrar las diferencias de clase y uno de los pilares de la democracia que debía garantizar la igualdad de oportunidades a todo el mundo. Pero no es así. Como en tantas otras cosas, la crisis debería abrirnos bien los ojos, porque la educación no forma parte de la Democracia sino del Capitalismo, y está al servicio de éste y no de aquélla.

Fig.1: La producción del Sistema Educativo
Que la educación está al servicio del mercado no debería sorprender a nadie. Todos admitimos que el Sistema Educativo debe proporcionar una formación adecuada para que las personas puedan integrarse en el mercado laboral con cierto grado de éxito en función de la formación recibida. Lo que no sabíamos, al menos no con tanta claridad como ahora, es que esa fue siempre su única función. Es difícil encontrar esto formulado de manera tan explícita y tan clara como en el Informe El valor económico del capital humano en España (Ivie-Bancaja, 2002): “Consideramos el sistema educativo como un sector económico cuya finalidad es combinar diferentes inputs para que los estudiantes adquieran capital humano (…). Los individuos adquieren capital humano para utilizarlos con fines productivos, y así aumentar el valor presente de sus rentas futuras” (fig.1). Desde este punto de vista, el sistema invierte y, por tanto, controla y diseña el Sistema Educativo ajustándolo a sus necesidades porque presupone una relación directa entre la formación de capital humano y su propio mantenimiento y desarrollo. De los muchos ejemplos que se podrían poner para ilustrar esto nos quedamos con dos: Uno, el Anteproyecto de Ley de Reforma Educativa, la Ley Wert que, en su versión de septiembre de 2012, arrancaba así: La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global”. Este texto ha quedado bastante suavizado en la versión definitiva de mayo de 2013 y ha sido relegado a la segunda página. El segundo ejemplo lo encontramos en la nueva asignatura optativa diseñada para Bachillerato en Castilla-La Mancha, Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial (DOCM, 26 de julio de 2012). Además de fomentar actitudes emprendedoras al alumnado, la nueva materia se propone como objetivos, entre otros, explicar y transmitir con rigor el papel del empresario, y su función decisiva en la creación de riqueza y generación de puestos de trabajo, dentro de un sistema de mercado, y fortalecer los vínculos entre el mundo de la empresa y el sistema educativo.

Fig.2: Camino a las competencias.
Los jóvenes y las competencias, UNESCO, 2012
Como una buena parte de la educación la financia el Estado, el Estado quiere resultados. Pero no resultados individuales que no le sirven para nada, del tipo, por ejemplo, haber aprendido griego como para leer la Ilíada en esa lengua aún escondida en la nuestra; o haber aprendido a degustar la pincelada de Caravaggio o a emocionarse con los acordes de Mozart; no, eso no vale, eso es puro entretenimiento. Quizá le valga al individuo pero no a la sociedad, y la sociedad quiere saber cuánto de lo invertido en nosotros puede recuperar. Es lo que llama “tasa de retorno”, lo que nos convierte en “capital humano” y nos hace útiles y utilizables, o, mejor, empleables. Eso es lo que quiere saber el sistema y quiere saberlo desde que somos pequeñitos, quiere saber exactamente qué somos capaces de hacer y qué no, y para ello ha elaborado una metafísica capitalista disfrazada de pedagogía que se llama “evaluación por competencias”. Además, ahora una prueba le dirá al Estado al final de cada etapa educativa si la inversión ha sido rentable o ha perdido el tiempo con nosotros, qué tipo de herramienta somos y en función de todo esto nos dará un papel que determinará cuál es nuestra posición dentro del sistema. El lenguaje de la pedagogía lo disfraza a su manera, pero el  informe antes citado del Ivie-Bancaja no se anda por las ramas: Bajo el concepto de capital humano se recogen aspectos relativos a los individuos, como la educación recibida, la experiencia laboral y la capacidad mental y física. La dificultad de cuantificar tales aspectos resulta evidente: habría que valorar no sólo el conjunto de los conocimientos adquiridos por cada individuo y su capacidad para aplicarlos, sino la capacidad para adquirir y aplicar en el futuro nuevos conocimientos. Todo ello debe ser computado, puesto que constituye el conjunto de recursos incorporados a los individuos, recursos que condicionan la capacidad productiva presente y futura de los seres humanos. Por si no estuviera suficientemente claro, el informe del Consejo Económico y Social, Sistema educativo y capital humano (2009), lo sentencia: Tales competencias, entendidas como el conjunto de capacidades, habilidades y actitudes, complementarias a las de carácter técnico, que contribuyen al mejor desempeño del puesto de trabajo, están adquiriendo una importancia creciente como factor de empleabilidad. La literatura especializada distingue ya tres tipos de competencias y nos señala el recorrido educativo necesario para adquirirlas: Básicas (necesarias para conseguir un trabajo que nos permita subsistir, o para continuar nuestra formación), transferibles (capacidad de resolver problemas,.. mostrar dotes de mando y evidenciar capacidades empresariales), y técnicas y profesionales (fig.2).

Así que, según la teoría del capital humano, cuanto mayor es el capital humano de un individuo, mayor es su empleabilidad, su participación en el mercado de trabajo, su movilidad funcional y geográfica y, por tanto, su productividad (El rendimiento del capital humano en España, Ivie-Bancaja, 2007). Pero aquí surge un problema: ¿cuál es el capital humano de un licenciado o un graduado en relación al de un bachiller o alguien que tenga sólo estudios primarios? Y, dado que el empresario cuando contrata a un trabajador lo que hace es comprar su capital humano a cambio de un salario, ¿a cuánto se paga el capital humano de un licenciado, o de alguien que sólo haya concluido la Secundaria? La solución, evidentemente, la tiene el mercado. El mercado decide qué parte del capital humano disponible será utilizado con fines productivos y fija su coste, de manera que, rizando el rizo, y suponiendo una relación directa y proporcional entre formación y salario, se asegura que el capital humano correspondiente a cada tipo de educación se reflejará en los salarios percibidos. Ni más ni menos. Eso sí, el mercado tiene muy claro que el capital humano de un universitario especializado en la filosofía moral del siglo XVI, o en ciertos tipos de análisis teóricos, no será el mismo que el de los especializados en materias más productivas. Por eso se critica con insistencia en este tipo de estudios los excesos permanentes de oferta en algunas titulaciones de humanidades, lo que indicaría una clara inadecuación de las universidades, a las necesidades del mercado. Según el estudio Universidad, universitarios y productividad en España (BBVA, 2012), un graduado en el área de ciencias tiene una probabilidad de ser activo 6,8 puntos porcentuales mayor que un graduado en Humanidades. La diferencia crece hasta 7,2 puntos en el caso de las Ciencias Jurídicas o Sociales, 5,5 puntos para las Ingenierías y otros estudios técnicos y 17,5 puntos para Ciencias de la Salud.  

Aquí es donde empezamos a intuir que la teoría del capital humano no funciona como debería. Incluso considerando a los institutos de Secundaria y a las Universidades como fábricas de mano de obra, de “capital humano”, en donde la cualificación, la utilidad y el precio final del producto dependen del escalón y el itinerario escogido por cada individuo, su cumplimiento exigiría la perfecta adecuación de la oferta con su demanda, es decir, que se fabrica la mano de obra que se necesita y para lo que se necesita, y ni uno más. Pero no es así. De las dos variables en juego, educación y mercado, como es la educación quien está al servicio del mercado y no al revés, se responsabiliza del desajuste a la educación, y es por ello objeto de interminables reformas, considerándolo siempre un modelo fracasado. Pero si examinamos las dos variables para el caso español, resulta difícil acusar a la educación y no a la economía del fracaso.

Fig.3: Evolución de la formación de la
población adulta en España 1997-2007
En 1964 sólo el 10% de la población en edad de trabajar (más de 16 años) tenía estudios medios o superiores. En el año 2000 este último grupo ya supone el 55% de la población. En el año 2007 el 29% de la población adulta (entre 25 y 64 años) tenía estudios universitarios. El 22% tenía estudios de bachillerato o de grado medio y el restante 49% estudios de Primaria o Secundaria (fig.3). A pesar de esto, las tasas de acceso a la Universidad (porcentaje de alumnos del total de cada año en edad de comenzar estudios universitarios) han ido bajando desde el año 2002, debido fundamentalmente a la fase expansiva de la economía en España basada en la construcción, lo que hacía más atractivo a los jóvenes el acceso temprano al mercado laboral. Desde 2008 y a causa de la crisis, las tasas de acceso han vuelto a subir, incluso por encima de los valores previos a la crisis, del orden del 52% (Panorama de la educación en España, OCDE, 2012).

Fig.4: Coste anual por trabajador
según el nivel de Formación
España es además el país donde menos diferencias salariales hay entre los distintos niveles educativos (fig.4) La diferencia entre un graduado universitario y una persona que tenga sólo estudios secundarios es del 47%, cuando en otros países es mucho más amplia, así, en Estados Unidos es del 110% y en Reino Unido del 89%. Un par de datos más. España es también el país con un mayor porcentaje de contratación temporal, más del 30%, el doble que la media de la UE-27, y este tipo de contrato afecta al 55% de los jóvenes entre 16 y 30 años. De manera que es también España el país con el mayor índice de sobrecualificación de Europa (fig.5). El nivel de la población empleada ocupando empleos por debajo de su formación en 2007 estaba en el 25%. La crisis elevó la cifra hasta el 40% en 2010.

Fig.5: Nivel de sobrecualificación en la OCDE
¿Fracaso del Sistema Educativo o de la economía? ¿Sobrecualificación o subempleo? Tenemos que pensar de otra manera. Hay que abandonar la teoría del capital humano para dar una explicación al caso español, pues nuestra economía, basada tradicionalmente en el sector servicios, especialmente en las actividades relacionadas con el turismo al que la etapa del ladrillo no es ajena, nunca demandó mano de obra cualificada, al menos no en las cantidades en las que ésta salía de las facultades. La existencia permanente de este fenómeno de la sobrecualificación, si seguimos utilizando el lenguaje que más interesa al sistema, prueba que la realidad está más cerca del credencialismo que del capital humano, en todas partes, pero con más claridad en España. Según esta teoría, la educación no aumenta la productividad de los individuos, sólo proporciona una señal a los empresarios sobre las posibilidades de su productividad. A falta de indicios externos que el empresario pudiera evaluar por sí mismo acerca de las posibilidades de un trabajador, acepta el título educativo como un indicio objetivo que le proporciona el sistema para distinguir a unos trabajadores de otros. De hecho, el empresario confía más en la experiencia que en la formación recibida por su empleado, por eso el primer empleo que el mercado le ofrece no tiene nada que ver con su formación, con lo que el fenómeno de la sobrecualificación se dará siempre, disminuirá en épocas de expansión económica y aumentará en épocas de crisis, pero nunca desaparecerá. Sólo con el tiempo, y previa evaluación directa del empresario, el trabajador podrá ir promocionando y alcanzando puestos y retribuciones salariales cercanas a su formación, que, a su vez, se ajustarán a la oferta de mano de obra de los individuos que compitan en el mercado laboral con sus mismas credenciales. El Sistema Educativo no es más que un mecanismo “objetivo y abierto” de selección de personal laboral puesto al servicio del mercado.

Dicho así, parece demasiado radical, pero de nuevo hay que fijarse en las políticas educativas y económicas puestas en marcha por el gobierno para comprobar de qué manera todo cobra sentido, y cómo se está llevando el proceso de ajuste entre la educación y las demandas reales del mercado laboral. Para empezar, nuestra economía sigue apostando por el turismo y el ladrillo, según se deduce de la Ley de Costas aprobada en 2012 mientras que el presupuesto en Investigación y Desarrollo sigue recortándose. Por eso al mercado la educación le ha parecido siempre un sistema demasiado caro, pues los beneficios sociales que espera obtener de la inversión realizada por cada individuo son menores a sus costes. Y de ahí la resistencia a aumentar los recursos en educación y la insistencia en negar una relación directa y sistemática entre recursos económicos y calidad de la educación. Y pretende convencernos que tanto o más importante que los recursos son la motivación y el esfuerzo de los profesores y los alumnos. Valor obrero donde los haya, y del engaño propio de la meritocracia, esta “cultura del esfuerzo”. Y por ahí van las políticas del ministro Wert, en disminuir los recursos destinados a la educación y exigir más esfuerzo a los que menos tienen. Se pretende con ello mantener un hipotético derecho a la educación pero impidiéndolo en la práctica a las clases más desfavorecidas, poniendo barreras económicas difíciles de superar en época de crisis. La primera barrera se encuentra ya en el examen de acceso a la Universidad, cuyo coste puede superar los 200 euros en algunas Comunidades. En la Rioja, donde cuesta 243 euros, el número de estudiantes que se presentó a las pruebas de este año ha bajado un 3,5%. Se han endurecido los requisitos para acceder y mantener las becas, y las tasas universitarias han subido considerablemente. En Madrid, Castilla y León, Canarias, Valencia, Castilla-La Mancha y Cataluña han subido entre un 20% y un 60%. La Jaume I de Valencia, en donde las tasas han subido un 33%, el número de matrículas ha bajado un 8,6%. En Madrid, la Comunidad más cara para estudiar, en las carreras de humanidades (las que “sobran”) la subida ha sido del 92%, mientras que para las de ciencias la subida es del 50%. Aunque las Universidades admiten los pagos fraccionados, los rectores calculaban que entre 20.000 y 30.000 estudiantes en toda España podían ser expulsados de la universidad…Pero el señor Ministro de Educación dijo en septiembre, y sin pestañear, que sólo eran 10.000 los estudiantes que podían quedar fuera del Sistema Educativo por no poder pagar las tasas ni tener derecho a una beca.

Otra vez, la crisis es la oportunidad perfecta para poner a cada uno en su sitio, pues lo que se pretende es devolver a las clases populares al lugar que ocupaban en el capitalismo del siglo XIX, y del que, al parecer, nunca debieron salir.